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Los toros y el microscopio

A la hora que escribo, el acontecimiento al que oportunamente aludiré ha pasado ya a la historia -curiosa expresión que puede querer decir dos cosas: o que algo ha entrado a formar parte de la serie de acontecimientos que, por su importancia mayor o menor, se califican justamente de «históricos», o que ahí quedó, confinado al pasado y dejando por ello de tener «importancia»-.

Sea cual fuere el sentido en que haya pasado el acontecimiento a la historia, no escribo sobre él -o, mejor dicho, a propósito de él- al rojo vivo, porque, en verdad, no interesa aquí como tal acontecimiento, sino como paradigma y término de comparación, por lo cual da lo mismo que hubiera acontecido ayer que hace dos meses -o dos décadas- Pero voy al grano.

Un día del mes de junio, estando de paso por Barcelona, me encontré de repente solo ante un televisor. Ignorante de programas, hubiera podido caer sobre cualquiera de los manjares televisivos cotidianos: inauguración de un nuevo puente sobre el Tajo, una película del Oeste, Ginger Rogers, ladrones y policías, la bolsa del saber, probable evolución del tiempo atmosférico en las próximas veinticuatro horas, etc. En vez, caí sobre una emisión que los encargados de preparar los ánimos iban adjetivando, con entusiasmo creciente, bajo un alud de superlativos: extraordinaria, excepcional, insólita, fenomenal, única. La pantalla exhibía una plaza de toros de Jaén, deslumbradoramente iluminada por potentes reflectores, rebosante de gente y de expectación.

No había para menos, porque se trataba no meramente de una corrida, ni siquiera sólo de una gran corrida, sino de «la» corrida: «la corrida del siglo». Tres ases en ella y en este orden., debidam ente duplicado: El Viti, El Cordobés (Manuel Benítez) y José Fuentes. Motivo, al parecer, suficiente para que los espectadores no se confinaran al relativamente escaso número que cabe en una plaza. La corrida se transmitía por televisión, y no sólo a los posibles aficionados, o curiosos, del país, sino a todos los que, en muchos otros países, quisieran acompañarles. «El Pájaro del Alba», que había servido ya para tantas transmisiones, iba a servir ahora de enlace intercontinental. Primera vez, además, que desde España como emisora se hacía uso del susodicho Pájaro. El cual funcionó a las mil maravillas y expidió la misma plaza de toros que yo estaba viendo a lugares remotos, que podían no saber dónde exactamente caía Jaén, peroque seguramente habían recibido desde hacía algún tiempo meticulosas informaciones sobre las meteóricas conquistas,tauromáquicas y financieras, de «El Cordobés».

He de confesar que mi conocimiento de los toros es mínimo (en realidad, nulo), lo que he observado hace a veces las delicias de mis amigos «anti», y causa por lo menos desilusión entre mis amigos «pro» -nada de lo cual, sea dicho de paso, afecta sus varias otras preferencias y repugnancias-. Tiempos hubo en que muchos «progresistas» hablaban de los toros (a menudo, sospechosamente, con gran conocimiento de causa) como «lallamada fiesta nacional», pero hoy día no se dan (ni, en puridad, se daban entonces) correspondencias muy estrictas entrela política y la taurofobia -o la taurofilia.- El ser «anti» no ha impedido a nadie ser en muchos respectos bastante «reaccionario», y el «pro» no empece para que se sea «archiprogresista». Congruentemente, mi desconocimiento de lostoros no lo tengo por una marca de espíritu políticamente «avanzado»; es muy posible que con mi ignorancia me pierdaalgo, aunque no sé exactamente lo que podría ser. No se interprete, pues, lo que diré oportunamente como «anti», aunquetampoco es precisamente «pro».

Dado mi confesado desconocimiento del arte del toreo, no puedo dar ninguna opinión, razonada o irrazonable, sobre si la corrida de referencia fue realmente la del siglo. Los partidarios de El Viti seguirán defendiendo el arte de su ídolo, alegando que justamente no se trata de un ídolo, sino de un maestro que domina todas las reglas del arte y que no está dispuesto a trocar el rigor por la brillantez. Los fanáticos de El Cordobés alegarán que, dígase lo que se quiera, ese hombre tiene un gracejo que no se encajona en reglas. Por lo que alcancé más o menos vagamente a vislumbrar, tengo la impresión de que estas disputas son un tanto ociosas: no veo por qué la sobriedad de uno tendría que cruzar espadas con la gallardía del otro, y viceversa. El Viti, El Cordobés y el menos jaleado José Fuentes parecían dar de sí todo lo que los diestros pueden dar de sí, y hubiera sido gollería pedir más.

Olvidada ya (recuérdese mi condición de ignorante espectador por carambola) la corrida al día siguiente, me volvió a las mientes con ocasión de ser testigo de una escena que, por lo pronto, no parece tener nada que ver con ella, salvo el de servir de término de cotejo y punto de partida para una breve reflexión.

En una importante tienda de instrumentos de óptica vi, sentado ante un mostrador, a dos personas en trance de examinar un microscopio no lo bastante complejo para ser usado por un investigador, pero sí lo suficientemente refinado para servir de serio aprendizaje. Una de esas personas, un joven de unos diecisiete años, le estaba dando vueltas al instrumento con una solicitud que rozaba la reverencia. Los ojos le brillaban, con la expresión del deseo vehemente de poseer el aparato, no (o así lo espero) para darse simplemente el gusto de tenerlo, sino para aprender a manejarlo. La otra persona ante el mostrador parecía ser (o actuaba como si fuera) el padre del joven. Vestido de blusa obreril, escuchaba con atención, bien que con cierta comprensible perplejidad, el más o menos técnico diálogo entablado entre el vendedor y el joven, y ello mientras contaba cuidadosamente un fajo de billetes de banco que llevaba en su cartera, con el evidente temor de que no alcanzara para la compra (alcanzó, regateo mediante).

No es improbable que la pareja que acabo de presentar hubiese pasado la noche precedente mirando en el televisor la corrida del siglo. ¿Por qué no? Como he sugerido ya al referirme a algunos amigos «pro», no hay la menor razón de que los toros sean incompatibles con los microscopios, y con lo que simbolizo con éstos: el deseo de trabajar en nuestro país en el cultivo de la ciencia, con la posible eventual recompensa de que los microscopios no tengan que venir casi siempre de allende las fronteras, o fabricarse con licencia ajena, y generalmente bien pagada. Por tanto, no tengo la menor intención deponer frente a frente, como enemigos acérrimos, el toreo y la ciencia. Lo único que quiero poner de relieve es que sería lamentable que las corridas del siglo nos hicieran olvidar las exigencias del siglo. Mi joven y su padre se encargaban de recordarlo, y es una lástima que «El Pájaro del Alba» no hubiese retransmitido alguna escena semejante a esa de que doy fe, aunque sólo fuese aprovechando algunos intervalos entre los distintos lances o suertes, si esto tiene, tauromáquicam ente hablando, sentido.

Toros, bueno, aunque mejor no: sospecho que cuantos menos toros, tantos más microscopios. Por supuesto que los microscopios no bastan, y hasta se puede hacer mal uso de ellos, en cuyo caso la tauromaquia podría ser preferible. Antes de alcanzar siquiera a poder hacer mal uso de los microscopios, sin embargo, queda un camino muy largo para hacer de ellos un muy amplio uso. Conseguido esto, ya no hay que preocuparse de si se lanzan o no demasiadas campanas al vuelo retransmitiendo corridas de toros. Nadie va a pensar -como, por desgracia y, hay que reconocerlo, bastante equivocadam ente todavía piensan algunos- que serán toreros, o poco menos, todos los habitantes de un país que demuestre saber manejar bien los microscopios. No suelo (ni me gusta) autocitarme, pero en un libro publicado hace bastantes años y que, por razones ajenas a la voluntad del autor, parece casi invisible (Tres mundos: Cataluña, España, Europa)* escribí unas palabras que me parece que ahora vienen bastante a cuento: «Cuando el desarrollo de un país alcanza cierto nivel... ya no es necesario eliminar el “pintoresquismo”. ¿Serían pintorescos el flamenco y el cante jondo si los oyéramos trepidar en Coventry, en Detroit, en Billancourt, en Turín?». A decir verdad, ni el flamenco ni el cante jondo son «pintorescos», pero como corren el peligro de parecerlo, me he permitido ese «aviso» para gentes con ese buen sentido que se llama (uno se pregunta a veces por qué) «sentido común».

* Edhasa (Barcelona), 1963; reimpreso en mis Obras selectas («Revista de Occidente», Madrid, 1967), vol. 1.