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Libertad, ¿para qué?

Los filósofos discuten (y seguirán discutiendo) sobre si el hombre es o no un ser libre. Siendo gentes complicadas, no suelen plantear el problema a palo seco. Para empezar, arman grandes bataholas acerca de lo que quiere decir «ser libre ». ¿Es ser libre hacer lo que le da a uno la real gana? ¿Consiste en elegir entre diversas opciones tras haber sopesado los pros y contras para saber cuál es la preferible (y por qué)?

¿O es ser libre tener que decidir lo que uno va a hacer, O a ser, con lo cual parece que no haya más remedio que ser libre, en cuyo caso cabe preguntarse qué género de libertad es esa que no le permite a uno ni siquiera zafarse de ella? Suponiendo que se llegue a un acuerdo sobre el significado de «ser libre», queda todavía mucho que discutir sobre las razones, motivos o factores que permiten que el hombre sea libre, o que no lo sea, o que lo sea más o menos. ¿Está el hombre determinado físicamente -y, en particular, genéticamente- porque forma parte de la naturaleza, y todos los fenómenos naturales obedecen a leyes a las cuales nada, ni nadie, escapa? ¿Lo está económicamente, socialmente, o de cualquier otra manera? ¿Son las leves naturales reflejo de un determinismo universal, o expresan sólo probabilidades, calculables estadísticamente? ¿O el hombre es libre en tanto que hace frente a todo lo que limita su libertad? ¿Somos libres por lo que hacemos con lo que nos impide serlo? O, con menos contorsiones: ¿somos libres cuando hacemos algo con lo que buena (o malamente) se nos da y se nos impone? Ahí estamos, sin que nos hayan pedido permiso para venir al mundo, con los genes que nos han transmitido, con una cabeza clara o una obtusa, hijos de familia o míseros de la tierra, salubérrimos o achacosos, con una lengua que hemos casi mamado y unas costumbres y un tipo de sociedad en los que nos han metido: ¿será con todo eso, o a pesar de todo eso, que moldearemos nuestra libertad?

Los autores -y los lectores- de artículos de periódico no tienen ninguna obligación de meterse en estos berenjenales. Estrujarse los sesos al filosófico modo es cosa muy poco «periodística». ¿Será, pues, mejor no plantearse la cuestión en páginas originariamente destinadas a ser leídas entre dos paradas de autobús?

No creo que llevar de vez en cuando la filosofía al periódico sea cosa mala. En todo caso, no es impertinente porque los periódicos contienen a veces noticias que nos obligan a preguntarnos si lo que les pasa a algunos seres humanos les pasa no a causa de algún acto libremente realizado, sino porque les ha empujado a ello «la vida», que así se llaman a menudo, para abreviar, las complejas series de condiciones en virtud de las cuales alguien acaba por hacer lo que posiblemente no había pensado, ni querido, hacer.

Hace ya bastantes años un soldado norteamericano, de diecinueve años, regresó de la guerra del Vietnam con el título oficial de héroe. Habiéndose puesto su tanque fuera de combate, el futuro héroe salió de la cabina, arremetió contra los asaltantes y envió a siete de ellos a lo que no siempre sin razón se llama «mejor vida». En vista de este acto heroico (o desesperado, que uno no sabe bien dónde está aquí la línea divisoria) se le otorgó  de la Medalla de Honor, que recibió de manos  de la más alta autoridad. Al banquete que se le ofreció para conmemorar la honorífica distinción acudieron las fuerzas vivas, que ya por este solo nombre resultan impresionantes -¿qué serán, uno se pregunta, las fuerzas muertas?-. Discursos, enhorabuenas, etcétera.

Al cabo de un tiempo el mismo ex soldado pereció con cinco balas en el cuerpo después de singular batalla, no con los tripulantes de un tanque enemigo, sino con el propietario de una tienda de comestibles. Nuestro ex héroe había entrado en la tienda para comprar cigarrillos, y en el curso de la transacción empuñó una pistola con la que amenazó al propietario bajo la tradicional dicotomía de «la bolsa o la vida». Nuestro propietario se resistió al dilema empuñando otra pistola. La breve lucha subsiguiente terminó con un muerto y un herido; el propietario pudo contar luego la historia, pero desde la cama de un hospital.

¿Qué ocurrió entretanto; quiero decir desde la recepción de la Medalla de Honor hasta la muerte al pie de una caja registradora? Nunca se puede saber todo lo que le ha ocurrido a una persona, pero se pueden armar algunas conjeturas.

Las parientes del ex héroe en cuestión proporcionaron algunas informaciones que pueden orientarnos. Nuestro sujeto, a quien llamaremos Pérez, se sintió durante tres semanas después de haberle sido otorgada su condecoración «rey del mundo». Y después de esto, ¿qué? «Después de esto -dijo melancólicamente el hermano de Pérez- nada.»

¿Qué quiere decir «nada»? Bueno, se alegará, esas son las cosas que les pasan a quienes se han visto (estuvieran o no realmente allí) en la cumbre, y luego la famosa «vida» les ha dado el consabido batacazo, el cual resulta tanto más violento cuanto mayor ha sido el supuesto encumbramiento. Cuando se ha estado «arriba», no se puede permanecer «abajo» (y a veces ni siquiera un poco menos «arriba») sin que lo agarre a uno el demonio de la Frustración. Pérez creyó que lo era todo; desde luego, se equivocaba, pero aun de no haberse equivocado no tuvo la suficiente sensatez para adaptarse a las circunstancias y a la «realidad».

Estas explicaciones más o menos psiquiátricas no son desechables. Además, nuestro Pérez estaba recibiendo efectivamente tratamiento psiquiátrico en un hospital militar (del cual se evadió para dar el golpe final). Sin embargo, la psiquiatría no lo explica todo. Los médicos que cuidaban de Pérez han declarado que su paciente «no constituía ninguna amenaza ni para sí mismo ni para los demás». ¿Cómo alcanzó a hacer, pues, lo que, según su madre (filósofa sin saberlo), «no podía haber hecho de ningún modo»?

La respuesta que ofrezco es tan improbable (en. el sentido de que no puede ser probada o demostrada) como cualquier otra, pero no es para tomarla a la ligera: Pérez era un sujeto a quien la sociedad en la que vivía le ofrecía toda la libertad apetecible, pero sin darle, en cambio, las posibilidades de ejercerla.

En «la vida» se nos ofrecen oportunidades que a veces desechamos, aunque nos atraigan grandemente, por pura desidia, y hasta por mera cobardía. No siempre que fracasamos en alguna empresa es por culpa ajena-, a veces es porque ni siquiera la intentamos. En este caso, la poca o mucha libertad de que disponemos no nos sirve para nada., y sería extravagancia quejarnos. Pero la susodicha «vida» no está siempre tan bien dispuesta. En algunas ocasiones, o en ciertos períodos, tenemos libertad, pero es como una cuchilla embotada: la manejamos a diestra y siniestra, mas sin producir tajo. Esto ocurre cuando, según decimos, «se nos cierran las puertas»: golpeamos en ellas y ni se entreabren.

Así a Pérez. Se le alimentó con la ilusión de que, después de haber hecho lo que hizo, podía aspirar a hacer no pocas cosas más. Podía haber errado en creer que «hacer muchas cosas más» equivale a «hacer cualquier cosa». Es muy posible que Pérez hubiese llegado a convencerse de que era «rey del mundo» y de que no podía destronársele. En tal caso, Pérez hubiera sido víctima de una especie de alucinación. Pero también es muy posible que Pérez esperara simplemente que la sociedad que lo había tan liberalmente condecorado y banqueteado se adaptara a él en la misma precisa medida en que él se adaptase a la sociedad. En todo caso, era perfectamente normal que, tras haber sido jaleado, no hubiese sido casi inmediatamente relegado al limbo donde no se goza ni se sufre, pero sólo porque, en rigor, no se vive. En ese limbo se tiene toda la libertad de hacer lo que se quiera, pero resulta que no hay nada que hacer. La sociedad no quiere más héroes.

Alguien dijo: «Libertad, ¿para qué?», y muchos se le han echado encima por autoritario, iconoclasta, cínico o irreverente. Si quien lo dijo hubiese tenido simplemente el propósito de arremeter contra la libertad humana, merecería esos denuestos. Pero a la luz del «caso Pérez» comprendemos que no se trata siempre de hacer añicos la libertad; puede tratarse de poner en cuarentena ciertas pseudo-libertades para que no se repitan las frustraciones producidas por un tipo de sociedad que le permite a uno hacer lo que quiera, pero sin darle la menor oportunidad de que haga nada socialmente aceptable. Si la sociedad ya no quiere héroes, lo mejor que puede hacer es abstenerse de condecorarlos. En verdad, lo mejor que puede hacer es abstenerse de llevar a cabo políticas que hagan posibles tales héroes.