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Secciones del capítulo 4

4.-Criterios

Los fines supersuficientes que propondré no son cosas valiosas o bienes que, por así decirlo, terminan con alcanzarlas. No son, pues, términos en el sentido en que el dar en un blanco es término de la acción de disparar. Aunque sólo se alcanzan cuando se actúa, e interactúa, de ciertas maneras, no son acciones determinadas y aisladas, sino series bien trabadas de acciones e interacciones. Representan, así, modos de vivir y, en la medida en que se juzgan deseables, modelos de existencia.

Cumplir estos fines es estar cumpliéndolos. Para alcanzarlos hay que acudir a ciertos medios, los cuales deben ser racionales, no con una racionalidad parcial, sino con una racionalidad completa, que permita salvar las dificultades que puede suscitar la aplicación de métodos racionales parciales e insuficientes (Mosterín, 1977). Los fines son, a su vez, medios para alcanzar muchos otros fines con la única condición, ya indicada antes, de que ninguno de éstos sea incompatible con aquéllos. En tanto que nos inclinamos en favor de ciertos fines supersuficientes, consideramos que son objeto de un sistema de preferencias, con un concomitante, aunque no forzosamente explícito, sistema de rechazos y repugnancias.

Empezaré por sentar varios criterios de acuerdo con los cuales adopto el proyectado sistema de preferencias o, si se quiere, de acuerdo con el cual formulo una serie de valoraciones. De los criterios sentados no se derivan necesariamente las preferencias expresadas, ni las que efectivamente se expresan son todas las que podrían expresarse. Cabría, en principio, expresar otras preferencias y, desde luego, expresar otras además de las brindadas. Pero es inevitable que haya una estrecha relación entre criterios para sentar fines y fines sentados, al punto que en algunos casos los criterios mismos pueden valer ya como expresión de preferencias. Sin embargo, para mayor claridad seguiré distinguiendo entre fines (o preferencias, o valoraciones) y criterios. El numerar éstos no quiere decir que se admita sólo una cantidad fija de criterios ni que cada uno de ellos sea perfectamente distinguible de cualquier otro ni que los primeros que se mencionan tengan prioridad sobre los últimos. La numeración y la distinción tienen por fin principal la claridad.

1. He insistido en usar términos como 'fin', 'preferencia', 'valoración' y otros similares en vez de expresiones como «principios morales», «normas morales», etc. Puede alegarse que no hay diferencias básicas entre un sistema de preferencias -presentado, además, como un conjunto de fines- y un código moral, ya que en el sistema se expresa lo que se juzga más valioso, y esto equivale a declararlo inequívocamente «bueno», que es ni más ni menos lo que hace un código moral. Sin embargo, hay ciertas diferencias de «tono» que no me parecen desdeñables.

En esta obra he empleado el vocablo 'moral', pero muy a menudo en expresiones como 'titulado moral', 'juzgado moral', 'considerado moral', 'reputado moral', etc. Varias razones para ello constan en el capítulo sobre la noción de «deberes», especialmente en la sección en la cual he hablado de deberes «morales» como forma, o extensión, de deberes sociales. Pero hay otra razón, que es a su vez manifestación de una preferencia (así como, evidentemente, de una repugnancia). En numerosos casos, lo que muchos seres humanos han considerado moral -o inmoral- ha sido determinado por alguna serie de mandatos en forma de prohibiciones. En este sentido tenía razón Bergson al hablar del «fruto prohibido» como «algo muy antiguo tanto en la memoria de cada uno de nosotros como en la de la humanidad» (Bergson, 1932, pág. l).

¡Qué no habríamos hecho de habernos dejado hacer! : «Pero he aquí que un obstáculo surgía, ni visible ni tangible: una prohibición.» No es sorprendente que la palabra 'moral' en muchas de sus formas -«esto es (o no es) moral», «éste es un código moral», etcétera, y no digamos «la» moral-pueda causar una impresión que el adjetivo inglés forbidding, con su doble sentido de «prohibitivo» y «repulsivo», expresa vívidamente. 'Preferible', 'valioso' y vocablos semejantes tienen, cuando menos por el momento, otro «tono», menos áspero y engolado. Puede seguir hablándose, si se quiere, de criterios morales. Pero entonces éstos tienen el aspecto «funcional» que Xavier Rubert de Ventós (1971, pág. 42) ha encontrado en ellos y que le ha conducido a hablar de «valores» que se siguen de ciertos criterios morales o principios de aprobación. En rigor, sin embargo, no son «valores» que se siguen de «principios», sino más bien «cosas» -actos, disposiciones, situaciones, modos de ser y obrar, modos de interactuar, estilos de vida, etc- valiosas, o juzgadas tales, que sirven de guía y que funcionan como «criterios» o «principios».

Reconozco que el carácter poco atractivo del vocablo 'moral' puede atenuarse. Al comentar un texto de Ortega ( [1930] 1947, pág. 72) donde éste declaró que le irritaba dicho vocablo, Aranguren introduce una distinción fundamental entre la moral como estructura y la moral como contenido y manifiesta acto seguido que la segunda se monta sobre la primera. Ello le permite sostener que el hombre es constitutivamente moral (Aranguren, 1958, pág. 73). Pero con esto se abre, espero, el camino para arraigar las disposiciones tituladas «morales» en las estructuras biológicas y sociales del ser humano. La distinción propuesta por Aranguren es tanto más plausible cuanto que, al disertar, algunos años después, sobre el «contenido de la moral», hace emerger éste de la cultura, especialmente de las culturas «abiertas». Es, pues, un «contenido moral que va decantando la experiencia de la vida en el desarrollo histórico» (Aranguren, 1968, pág. 42) y que constituye la fuente de los «códigos morales». Estos pueden resultar entonces menos prohibitivos y repulsivos.

2. El sistema de preferencias propuesto es fundamentalmente antidogmático. Admite la posibilidad, y aun la necesidad, de crítica y, por supuesto, la posibilidad y la probabilidad de revisión. Admite, y desea el diálogo con otros sistemas posibles, con la condición de que estos se reconozcan asimismo como criticables y revisables. En términos de Jesús Mosterín (1973, pág. 475), el «sistema» de referencia es un programa y no un conjunto de mandamientos.

Esto no quiere decir que no haya, por parte del proponente, un compromiso serio con respecto a su programa. Al fin y al cabo, el que propone una teoría científica, que admite y sabe revisable, no por ello la declara desde el comienzo falsa, y no por ello carece de interés para buscar hechos y razones que permitan apoyarla. En el caso de un sistema de preferencias por fines supersuficientes, el compromiso es aún mayor, porque, sin descuidarse la aspiración a un conocimiento máximo de los «hechos» pertinentes, se desliza inevitablemente una cierta sensibilidad en las preferencias y en las valoraciones. No es menester adoptar ninguna de las llamadas «teorías del sentimiento moral» para reconocer el peso que puede tener cierta sensibilidad estimativa o, según los casos, desestimativa. Como sugiere Aranguren (1968, pág. 61), aunque todo contenido moral sea cuestionable -sea en épocas de inseguridad y transición, como apunta el mismo autor, sea, como es probable, en todo momento- queda en pie algo vago, pero perfectamente concreto, que es una «actitud ética». Por ejemplo, un sistema de preferencias que diera cabida a las cámaras de exterminación de Auschwitz, al Gulag o a la tortura, bastaría, a mi entender, para descualificarlo. Creo que hay otras razones para esta descualificación además de una cierta sensibilidad moral. Un «sistema» de esta índole sería muy probablemente uno dogmático y estaría en contra de hechos suficientes conocidos respecto a la naturaleza de todos los seres humanos que no son biológicamente divisibles en razas maestras y en razas esclavas, pero la sensibilidad a la que aludo no es ajena a la formulación de valoraciones, aunque sólo sea porque permite emprender el camino más corto en el momento de proponerlas.

3. Siendo antidogmático, el sistema de preferencias es, a la vez, antiabsolutista. ¿Quiere esto decir que es relativista? Lo es, si por 'relativismo' se entiende la oposición a cualquier absolutismo. Es, desde luego, relativo a una situación, por global y amplia que ésta sea. ¿Quiere esto decir que hay que abandonarse a un escepticismo completo? Se ha visto ya que una teoría científica puede ser aceptada y definida, aun si se sospecha que no va a ser permanente. ¿Por qué asustarse entonces del carácter no permanente de un patrón práctico? Se ha equiparado a menudo el «absolutismo» con el «objetivismo», el cual ha sido presentado, además como lo contrario del y la necesaria corrección a todo «subjetivismo». No veo por qué una teoría o un patrón práctico han de dejar de ser objetivos tan pronto como dejan de ser absolutos. Pero si se insiste en que 'absoluto', 'permanente' y 'objetivo' son términos intercambiables, entonces cabe sugerir una posición «intersubjetivista». El intersubjetivismo, expresa simplemente el hecho de que una teoría, lo mismo que un programa práctico que contenga fines supersuficientes, son propuestos a la consideración de todos los sujetos humanos con la aspiración a producir un consenso, incluyendo, una vez más, el consenso de admitir su carácter provisional y su revisabilidad.

Así, el relativismo y el intersubjetivismo de que hablo testimonian más bien una posición de apertura. Se abren a la posibilidad de considerar otros patrones prácticos y otros sistemas de preferencias futuros, de los que por el momento no tenemos ni siquiera sospecha, porque no sabemos en qué condiciones podrán manifestarse o elaborarse.

Por ser antidogmático y antiabsolutista, el sistema en cuestión no es «deontologista». ¿Será por ello «naturalista»? Si por 'naturalismo' se entiende lo opuesto al deontologismo, así es. Pero 'naturalismo' es un vocablo demasiado amplio para que pueda usarse sin precauciones. No me parece admisible si por él se entiende la afirmación de que hay «hechos morales», objeto de «descripciones» del mismo género que los «hechos» y las «descripciones de hechos» naturales. Me parece, en cambio, admisible si consideramos que los titulados «hechos morales» son, en forma similar a la que había sugerido Nietzsche, interpretaciones de hechos. Al mismo tiempo, estas interpretaciones son hechos humanos y, como tales, hechos que tienen lugar dentro del contexto de sujetos humanos en cuanto individuos biológicos que se desarrollan en un continuo social-cultural (e histórico).

Como puse de relieve en otro lugar de esta obra, no entiendo por 'naturalismo' una doctrina según la cual hay una naturaleza humana completamente invariable y, en principio, enteramente cognoscible, ya que si tal ocurriera, tendríamos, según también apunté, un patrón absoluto, no muy distinto del postulado por el deontologismo. La llamada «naturaleza humana» es, a la vez, una naturaleza «social» e «histórica», y cualquier «naturalismo» comporta a la vez un cierto «culturalismo» y un cierto «historicismo».

4. Lo dicho en varias páginas anteriores permite colegir que hay un número muy grande (en principio, infinito o, cuando menos, indefinido) de fines suficientes. En tanto que estos fines se valoran positivamente, son objeto de preferencias, o pueden serlo dadas las circunstancias apropiadas. Sin embargo, no incluyo tales fines en el «sistema» porque éste concierne sólo a cosas valiosas de índole muy básica o, como he dicho reiteradamente, «supersuficiente», es decir, a fines que, dada la situación de la cual. partimos, se estiman valiosos en todas las circunstancias hasta el momento previsibles. En vez del «maximalismo» de las valoraciones relativas a fines suficientes, adopto, para los fines supersuficientes, un «minimalismo». Me parece que conviene, en efecto, reducir a un mínimo su número. De este modo cabe admitir como posibles y legítimos muchos actos y muchos modos y estilos de vivir que una gran mayoría de códigos morales insisten en declarar reprobables. Al ser tan pocas las valoraciones introducidas en el sistema de preferencias, y al ser, además, tan generales, se corre (y acepta) el peligro de incurrir en la vaguedad. Sin embargo, cabe reducir ésta considerando que la precisión se obtiene no mediante la aplicación de «fines» o «principios» a casos y a situaciones particulares, sino más bien ejecutando una operación inversa: considerando qué casos y situaciones particulares pueden permitir oportunamente precisar y especificar qué sentidos cabe dar a las valoraciones que se formulen. De este modo pueden ponerse de relieve las dificultades que van apareciendo, y cuando éstas resultan insuperables puede procederse a introducir revisiones, mayores o menores. No podré, en esta obra, tratar debidamente este aspecto importante de la cuestión que sólo puede afrontarse al examinar con algún detalle «situaciones concretas» y «relaciones concretas». Me limitaré a indicar que la parquedad de las valoraciones presentadas tiene asimismo otra razón: los fines supersuficientes oportunamente mencionados son lo bastante arduos de alcanzar para que nos abstengamos por el momento de aumentar su número.

5. El mejor conocimiento posible de la situación en que nos encontramos requiere el conocimiento de los hechos integrantes de esta situación. A este conocimiento contribuyen muy diversas fuentes: el saber científico -tanto de las ciencias naturales como de las sociales-, la experiencia y el conocimiento históricos -que es experiencia y conocimiento de «ensayos y errores»-, lo que llamamos «experiencia cotidiana» -que es la experiencia personal y la que deriva de lo que sabemos de la experiencia de otras personas-, etc. Si llamamos a todo esto, para abreviar, «razón teórica», diremos que lo que, también para abreviar, llamamos «razón práctica», está montada sobre o, como mínimo, es concordante con la razón teórica. La primera no se deriva lógicamente de la segunda, pero se encuentra simplemente en el aire si no apela a ésta.

Así, en vez de retrotraernos a una supuesta «situación originaria», partimos de una situación «postoriginaria»; en vez de tender un «velo de ignorancia» (Rawls, 1971, § 24, págs. 136-42), presuponemos una masa de conocimientos y experiencias. La situación «postoriginaria» de la que hablo es la que resulta de la serie de situaciones en las que se han encontrado los seres humanos en el seno de sus diversas sociedades, a través de la historia y en el curso de su evolución biológica.

Por supuesto que nadie puede pretender poseer tan vasto conocimiento. Pero cualquier sistema de preferencias que se establezca y cualquier conjunto de fines que se juzguen deseables no están desligados de lo que podría llamarse «una idea del mundo». Esto explica por qué he dedicado una parte sustancial de la presente obra a las que he llamado «realidades». El sistema (mínimo) de preferencias que sentaré está encuadrado en esta concepción de las «realidades» y forma, además, parte de éstas. Es posible que preferencias análogas puedan ser propuestas partiendo dé una concepción de las «realidades» y de una «idea del mundo» distintas de las ofrecidas. Pero me parece que puede encontrarse un encaje máximo entre mi primer examen -el de las «realidades»- y mis últimas sugerencias las «valoraciones»-, sobre todo si se tienen en cuenta los puentes tendidos concernientes a las «acciones» y a los «deberes».

6. El último criterio que mencionaré puede resumirse con el vocablo «anti-antropocentrismo». De varios de los puntos desarrollados en esta obra puede colegirse la idea de que la importancia que se ha concedido a menudo al ser humano en el régimen general del universo, ha sido exagerada, deformada por un ideal antropocéntrico según el cual el mundo ha sido hecho para el hombre o, lo que viene a ser lo mismo para nuestros efectos, según el cual el mundo ha evolucionado física y biológicamente -y luego, social, cultural e históricamente- de tal modo que el hombre ha terminado por «imponerse» a la Naturaleza, dominándola y apropiándosela. Rechazo este ideal por estimar que haya mediado una creación o, como lo conjeturo, un desarrollo físico y biológico, ello no justifica que el hombre deje de ser una parte de la Naturaleza o, si se quiere, que su realidad sea continua, y se halle coordinada con el resto de la Naturaleza. El que en ciertos respectos el ser humano esté mucho más desarrollado que otras especies, inclusive algunas biológicamente muy próximas a él, no le otorga derechos para imponer sus apetencias de dominación sin límites. Por el contrario: las estructuras culturales que ha ido creando en el curso de la historia y el desarrollo de sus potencias racionales le imponen «obligaciones». La cláusula «Para nosotros, los seres humanos...», que hasta ahora ha sido repetidamente usada, consciente o inconscientemente, puede reformularse del siguiente modo: «Para nosotros, los seres humanos, en tanto que coexistimos, y convivimos con el resto de la Naturaleza ...» El cumplimiento de la «obligación» aludida no es incompatible necesariamente con el desarrollo máximo de las estructuras culturales -las cuales incluyen la invención y uso de recursos tecnológicos. No es necesario, ni conveniente, que el hombre vuelva a la Naturaleza en el sentido de hacerse menos civilizado o más «primitivo», y, sobre todo, de hacerse menos «racional». Una vez más, los posibles males de la cultura y de la racionalidad pueden curarse con una cultura y una racionalidad aún más completas.

5.-Vivir

La primera preferencia en el «sistema mínimo» propuesto es tan básica que parece demasiado simple: vivir es preferible a no vivir. El que sea simple no es, sin embargo, argumento para rechazarla. Tiene razón John Kenneth Gailbraith (1977, pág. 16) al escribir que «cuando las cosas son simples, hay que evitar complicarlas, ya que hay otras maneras de exhibir la sutileza». ¿Habrá que reconocer que, en todo caso, la idea es trivial? En rigor, no lo es tanto, ya que podría argüirse contra ella. Por ejemplo, Schopenhauer mantuvo que hay una «Voluntad de vivir» que anida en todas las realidades y que constituye inclusive «la realidad misma». Esta Voluntad se impone irresistiblemente al punto que no se puede hacer nada contra ella. En consecuencia, los seres humanos creen que se trata de una cosa valiosa, y, por tanto, de un objeto de inequívoca preferencia. Pero si Schopenhauer tiene razón, se trata (de un impulso ciego e irracional que no produce más que dolor. Mejor es, pues, eliminarlo. Un modo radical y efectivo sería suprimir la vida misma o, en todo caso, autoaniquilarse. Los animales no lo hacen así, porque no están dotados de razón. Pero si el ser humano es un animal, es, dice Schopenhauer, un «animal metafísico», que debería darse cuenta de la última inanidad de todo esfuerzo con el fin de conservar la vida o, en todo caso, conservar, propagándola incesantemente, la especie. Si la autoaniquilación parece, por paradoja, poco civilizada, siempre queda la posibilidad de sumergirse en el arte o de entregarse a la compasión. Para Schopenhauer, por tanto, y para todo pesimista convencido, no es cierto que vivir sea, sin más, preferible a no vivir. La preferencia por la vida es la preferencia por una ilusión.

Si se prefiere vivir a no vivir es, pues, porque se supone que vivir es una realidad positiva, que merece impulsarse y respetarse. 

El vivir de que aquí se habla es primariamente el vivir humano, pero no se reduce a él; el respeto a la vida humana se da dentro del horizonte del respeto a, y del impulso de, toda vida. En efecto, la vida humana resulta empobrecida si no va acompañada de otras vidas y, a la postre, del conjunto de la naturaleza orgánica, articulada en ecosistemas. La inteligencia y la conciencia son formas de vida, que tienen sus soportes naturales y que se han desarrollado a partir de éstos. Puede abusarse de la inteligencia y de la conciencia para destruirlos, pero con ello se destruye la vida misma de la cual emergen. 

El vivir de referencia no es pura y simplemente un subsistir, como si de lo único de que se tratara fuera seguir existiendo. Los seres orgánicos se caracterizan por un impulso de «sobrevivencia», cuando menos en lo que afecta a la propia especie. Se caracterizan asimismo por un constante despliegue de una energía que, a falta de mejor vocablo, llamaremos, redundantemente, y más o menos nietzscheanamente, «energía vital». Sin la energía vital y su dispendio, la vida no es muy vividera. Ello explica, dicho sea de paso, por qué aun en ausencia de grandes fines a realizar, y aun en presencia de numerosas aflicciones, depresiones y desalientos, hay en la mayor parte de los casos una indudable preferencia por el vivir, o el seguir viviendo. Se ha dicho a veces que la vida (cuando menos, la vida humana) es absurda, y que no tiene sentido. Pero ello sólo quiere decir que no hay nada «más allá de la vida», ningún sentido que no radique en la vida misma. Afirmar que vivir es preferible a no vivir es decir que el vivir se basta, y que no es menester buscar algo en virtud de lo cual se vive.

Una vez sentado lo anterior, es preciso reconocer que para que el vivir sea preferible a no vivir es necesario que haya en la vida cualidades que la hagan merecedora de ser aceptada. Pienso en rasgos como los siguientes: un cierto goce, o impulso, de vivir, aun en los momentos de mayor desaliento; ciertas expectativas o posibilidades de realizar proyectos, desde los más exaltados hasta los más humildes; el respeto a sí mismo; la ausencia del temor de que la vida individual tiene, como así ocurre, un término inevitable. Puesto que la muerte es el fin de la vida, y ésta es preferible a su ausencia, la muerte no es, propiamente hablando, objeto de preferencia. Sin embargo, en tanto en que la muerte individual forma parte del programa de la vida orgánica, es aceptable como un ingrediente de esta vida.

Las limitaciones de la preferencia por el vivir sobre el no vivir no son ignoradas en virtud de lo que acabo de enunciar. Supongamos que, con el fin de seguir viviendo, hay que sufrir, por lo pronto, físicamente. Estimo que no sufrir es preferible a sufrir. Pero hay muchas maneras, grados e intensidades de sufrimiento. ¿Qué ocurre cuando el sufrimiento es intolerable? Casi todas las doctrinas morales, salvo la estoica, predican o que hay que aguantar el sufrimiento supuestamente intolerable, o que hay inclusive que darle la bienvenida, porque de este modo nos hacemos dignos de una mayor y ulterior recompensa. A ello se debe que muchas doctrinas morales rechacen el suicidio o la eutanasia. Me parece que en este respecto los estoicos tenían razón. Por supuesto que no recomendaban ni el suicidio ni la eutanasia salvo como remedios extremos; en puridad, mantenían que debemos fortalecernos tanto como podamos con el sufrimiento con el fin de no tener que sucumbir al menor infortunio. Algo similar podría decirse cuando, por alguna razón, más o menos justificada, una persona se siente envuelta en la ignominia. La cualidad de la vida puede entonces descender a tan bajo nivel que el vivir no sea ya objeto de preferencia.

Así, puede cualificarse la preferencia: «Es mejor vivir que no vivir» de varios modos sin desecharla. La vida tiene un valor superior a la no vida en condiciones especificadas, aunque nunca completamente y absolutamente especificables. No obstante, ninguna de estas condiciones hace que la ausencia de vida como tal sea preferible a su presencia. Si sacrifico mi vida por otra persona, si la sacrifico por una causa que estimo justa, no por ello tengo que concluir que «no vivir» es, sin más, preferible a vivir. Si pudiera salvar a la otra persona, o si pudiera defender la causa que estimo justa, sin sacrificar mi propia vida, ello sería mejor aún; al fin y a la postre, terminada mi vida, puedo hacer muy poco, o nada, por nada. Cuando se ha dicho que morir de pie es preferible a vivir de rodillas, se ha dicho, en rigor, que vivir de rodillas no es vivir; que el vivir de rodillas no tiene la cualidad que hace el vivir preferible al no vivir.

A la preferencia por el vivir sobre el no vivir, agrego la siguiente: es mejor convivir que aniquilarse. Como la primera, esta segunda preferencia tiene un aspecto demasiado simple. Parece, además, lo mismo que la primera, o equivocada o, en el mejor de los casos, trivial.

Para empezar, tanto en el mundo orgánico como en el mundo social y cultural, un ingrediente básico de la existencia parece ser la lucha -lo que se llamó antaño, más o menos patéticamente, «la lucha por la vida»-. Un ser orgánico no parece poder subsistir sin una cierta dosis de agresividad, la cual comporta a menudo la eliminación de obstáculos, incluyendo a otros seres vivientes. Se ha hablado por ello de un proceso en el curso del cual unos seres vivientes -miembros en una especie, o especies dentro de otras especies- caen y otros siguen en pie, siendo los últimos los que Spencer, en su extravagante mescolanza de progresismo, reaccionarismo y «darwinismo social» llamó «los más aptos». El proceso parece reiterarse, con las modificaciones pertinentes, en el mundo social e histórico, donde ni la convivencia, ni la tolerancia mutua ni la paz han sido normas que hayan regido invariablemente la constitución y el desarrollo de las sociedades humanas o de grupos e individuos dentro de estas sociedades.

Que, en el mundo orgánico, la agresión y la lucha son hechos, es innegable. Que sean los únicos hechos dignos de tenerse en cuenta, es dudoso. Entre los miembros de diversas especies animales tienen lugar luchas del tipo de las llamadas «luchas rituales», las cuales representan una forma, por primaria que sea, de «convivencia». Ha podido observarse una especie de «cooperación ecológica» en el hecho de que una especie animal no destruye por completo a otra especie animal . Convivencia y cooperación no son, pues, forzosamente «innaturales», como no lo son tampoco ciertos impulsos de ayuda mutua. El comportamiento de seres naturales no da pie, por tanto, a rechazar la, convivencia. ¿Será ésta más bien la víctima del desarrollo social y cultural humano? En cierta medida, así es: al aumentar en proporción gigantesca su poder sobre la Naturaleza, los seres humanos han aumentado asimismo en gigantesca proporción el poder de unos sobre otros, desencadenándose de este modo ese tejido de matanzas y crueldades que ocupa una buena porción de la historiografía y que es tanto más deplorable cuanto que es en muchos casos perfectamente gratuito. El poder es, desde luego, un hecho y a la vez una necesidad, como lo es, y no menos, la rebeldía contra el mismo. Parece, pues, completamente utópico hablar de convivencia. Sin embargo, no es así, especialmente si no entendemos por ella una especie de blando y vago acuerdo. Hasta cabría afirmar lo opuesto: el acuerdo es muchas veces resultado de una especie de conformismo y, con ello, consecuencia de alguna violencia ejercida por la sociedad entera, o por los miembros de ella que han logrado imponer su voluntad al resto. La convivencia de que hablo es simplemente la tolerancia, dentro de la cual puede haber, e inclusive debe haber, todos los desacuerdos, disputas y luchas que se quieran. 'Tolerancia' es, por descontado, una palabra pasada de moda, usada para acribillar las supuestas ingenuas esperanzas de los «ilustrados». Pero de la «ingenuidad» de los «ilustrados» hay todavía mucho que hablar. Es posible que algunos, o hasta muchos de ellos, promovieran el ideal de tolerancia sólo para la protección de sus particulares intereses. Pero esto no disminuye un ápice las virtudes de la tolerancia; indica únicamente que se trataba de una tolerancia parcial. Una radicalización de la tolerancia puede, en cambio, ayudar a curar sus propios vicios. Varios autores han manifestado que no se puede -o, mejor, no se debe- tolerar el error, de modo que la tolerancia tiene sus límites. Para con el «error», hay que ser intolerante. Esto es, sin embargo, sólo uno de los disfraces que la intolerancia adopta. Supone que se sabe, o se puede saber (y a menudo que alguien sabe), con completa certidumbre lo que es «el error» y, por tanto, lo que es «la verdad»: lo que es injusto y lo que es justo, lo que es inaceptable y lo que es aceptable, lo que es punible y lo que es recompensable. «La verdad» cubre aquí una gran variedad de asuntos: a veces son ideas religiosas o ideologías políticas; a veces, ciertas clases sociales o ciertas razas. Por lo demás, el hablar de «la verdad» y del «error», como hacían los tradicionalistas del pasado siglo contra los detestados «ilustrados», indica ya bien por dónde van los tiros: van todos ellos hacia blancos sospechosos.

6.-Ser libre

La segunda preferencia en el «sistema mínimo» de fines dignos de perseguir, o de seguir manteniendo, reza como sigue: «Ser libre es preferible a ser esclavo.»

Esta es una preferencia que prácticamente todo el mundo estaría dispuesto a mantener -especialmente si se formula del modo indicado, con el término 'esclavo', que arrastra toda clase de connotaciones ingratas. Sin embargo, el acuerdo dura sólo hasta el momento en que se solicitan detalles.

Antes de entrar en ellos, quiero poner de relieve que la preferencia por la libertad frente a la esclavitud (y, como se verá luego, contra toda especie de sumisión o servidumbre) es resultado de un proceso histórico. La esclavitud pudo haber sido un «mal menor» en épocas en las que, en el curso de una guerra, los prisioneros tenían sólo dos alternativas: ser matados o convertirse en esclavos. En este caso, la esclavitud era preferible a la muerte; al fin y al cabo, el esclavo puede pensar que le será posible escapar, o que, andando el tiempo, será manumitido. Pero una vez la esclavitud establecida, se presenta ya la alternativa entre ésta y la libertad, y la última tiene la preferencia sobre aquélla. La tiene en todos los casos, inclusive cuando suponemos que el esclavo llega a la conclusión de que quiere seguir siendo esclavo. Esta es una conclusión a la que se puede llegar sólo dentro de una sociedad esclavista, pero resulta que en este tipo de sociedad el esclavo no puede decidir libremente; lo que decide es su conciencia de esclavo y no de ser libre. Ampliando la noción de esclavitud a la de sumisión, cabría decir lo propio de ésta: en una sociedad sometida, la decisión de ser sometido no es una decisión libre.

Los detalles que se solicitan cuando irrumpe el desacuerdo respecto a la preferencia por la libertad suelen ser importantes. Algunos estiman, con buenas razones, que de poco o nada le sirve el ser libre a alguien que no tenga donde caerse muerto, y que en esta situación es una farsa asegurarle que goza de libertad. No solamente no puede hacer prácticamente nada para expresar esta libertad, sino que inclusive ha de sacrificarla en aras a la mera supervivencia física. Otros consideran, sensatamente, que la oportunidad que se les ofrece en ciertas sociedades a sus ciudadanos de parecerse todos unos a otros, es una mofa de la libertad. Esta supuesta libertad no es sino una manifestación de conformismo, a menudo acompañado de irritantes desigualdades. Resulta, pues, que desde el momento en que expresamos una preferencia por ser libres, topamos con la dificultad de que no sabemos muy bien lo que esto pueda querer decir.

Como es improbable que pueda jamás dilucidarse este asunto cabalmente, tomaré el sendero más corto, y sugeriré tres ingredientes constitutivos de la libertad.

Uno es que la libertad es tanto «negativa» como «positiva», es decir, es tanto una libertad «de» como una libertad «para». En tanto que libertad «de», gozar de libertad es estar liberado del temor, de la opresión, del hambre, de la injusticia, etc. En tanto que libertad «para», la libertad es libertad para llevar a cabo proyectos, ninguno de los cuales debe oponerse a la «libertad de».

El otro es el carácter indivisible de la libertad. Como la sociedad es como un modelo del que pueden dar una representación una serie de vasos comunicantes, la supresión de la libertad en un sector, que puede parecer al principio insignificante o ventajosa sólo para algunos, lleva, tarde o temprano, a la supresión de todas las demás libertades. En este sentido, consideremos un aspecto de libertad bien claro: el de la libertad de expresión, esto es, el de la libertad que debe tener todo miembro de una comunidad para manifestar sin temores sus opiniones sobre los modos cómo funciona la comunidad, sobre los modos como a su entender debería funcionar, sobre las reformas que habría que introducir para que funcionara como leal y sinceramente entiende que debería ser, etc. Se han alegado varios argumentos contra este tipo de libertad. Uno, aludido antes, el de que es una libertad espúrea en una comunidad que puede acaso otorgar libertad de expresión a cada ciudadano, pero que hace inefectiva esta libertad. Otro, también señalado, el de que se trata de la libertad sólo de algunos, a menudo los llamados «intelectuales», y que lo que importan son cosas más sustanciales, como el mantener una vida decorosa, el protegerse contra la violencia, contra la enfermedad, etc.

No niego que estos argumentos pueden ser importantes, pero sigo creyendo que en cualquier caso la libertad de expresión es fundamental. Para empezar, esta libertad no es incompatible con las cosas sustanciales antes apuntadas. Pero, en todo caso, si empieza por negarse tal libertad, las demás peligran. Supongamos un régimen que con el fin de proteger a los miembros de la comunidad contra el hambre o la desigualdad económica, reprime la libertad de expresión. Las consecuencias se hacen sentir pronto: o el régimen en cuestión se convierte en un «elitismo» de nuevo cuño, con pretensiones liberadoras que ocultan la protección de intereses particulares, o bien se corta toda posibilidad de ulteriores cambios, que la libertad de expresión puede, con todas las dificultades que se quieran, ayudar a introducir.

El tercero de los ingredientes constitutivos de la libertad es el que la libertad es siempre libertad de posibilidades. Estas son de muchas clases: económicas, políticas, artísticas, religiosas, intelectuales, etc. Este tercer ingrediente se halla estrechamente unido a los demás; en rigor, los tres ingredientes citados están imbricados.

Desde estos puntos de vista, podemos plantearnos el problema de cómo «medir» el grado de libertad en una dimensión dada: consiste en escrutar hasta qué punto está cerrado o abierto el horizonte para posibles cambios. Lo que se opone a la libertad es, en efecto, no sólo la servidumbre o la conformidad, sino también el estancamiento.

Cabe alegar que si nos empeñamos en proporcionar algo así como una «lista de libertades», advertiremos pronto que algunas parecen ser más importantes que otras. Advertiremos asimismo que ciertas libertades requieren condiciones sin las cuales son ilusorias; que para alcanzar ciertos fines se necesitan regulaciones que son otras tantas limitaciones de la libertad, etc. Aunque todo ello es cierto, sólo muestra que los términos 'libertad' y 'libre' son usados o en un sentido demasiado laxo o en un sentido demasiado estricto. Para cruzar una calle con mucho tráfico es menester regular la circulación y con ello prohibir el paso de vez en cuando, sea a vehículos, sea a peatones. ¿En qué medida representa esto una limitación de la «libertad», en este caso «libertad de cruzar la calle» o de «circular por la calle» en todo momento? Para instituir un sistema de seguridad social es menester asignar números a personas, especificar fechas determinadas que establecen cuando empieza a regir el sistema para cada personal considerar que, por ejemplo, una persona tiene derecho a los beneficios de la seguridad social en el año en que cumpla los sesenta y cinco, sea el primero de enero o el 31 de diciembre, etc. ¿En qué medida la burocratización del sistema, o el hecho de que el propio sistema sea de índole burocrática, coarta la libertad de cada uno? Mi opinión al respecto es la siguiente:

En primer lugar, se coarta la libertad cuando una regulación da por consecuencia la invasión de la existencia privada de cada individuo, esto es, la parte de la existencia del individuo cuya actividad, sea cual fuera, no perjudica la existencia y la actividad de otros individuos. Las ventajas o inconvenientes que puede deparar tal libertad recaen entonces sobre el individuo mismo. No es legítimo despojarle de ventajas, si las hay, y no es legítimo coartar su libertad en nombre de posibles inconvenientes si es conocedor de éstos y los acepta. Desde luego, si las acciones de un individuo perjudican a otro de un modo efectivo e irremediable, hay razones para limitar su supuesta libertad, ya que la libertad no es entendida como libertad de perjudicar, a menos que el perjuicio sea asimismo aceptado. Estimo que soy libre de fumar cincuenta cigarrillos de marijuana al día, pero no de llenar de humo de marijuana una habitación en la cual haya otros individuos que consideren el humo pernicioso. Soy libre de procrear, pero si el estudio de mis condiciones fisiológicas da por resultado la presunción, demostrable al máximo, de que nacerán hijos mongoloides, hay razones para que no se me permita semejante actividad. Es obvio que, dado el fuerte componente social en los seres humanos, hay numerosos casos en los que hay que tener en cuenta dónde, cómo y hasta qué punto la libertad de uno afecta o no la existencia, el bienestar, y hasta la propia libertad de otro. Sin embargo, en los casos en los que hay dudas, la eliminación de coacciones es la mejor apuesta.

En segundo lugar, aun en los casos en los que se consideren necesarias regulaciones que, al parecer, limitan la libertad, ésta es efectivamente limitada sólo cuando se supone que las regulaciones adoptadas son la única solución posible y definitiva a un problema, en vez de ser, como lo son todas las soluciones, condicional y provisional. La libertad de cruzar la calle cuando a uno le venga en gana es una libertad poco importante. Lo importante, sin embargo, en éste y en otros casos más serios, es que se permita ofrecer la posibilidad de otras soluciones. Es posible que en las condiciones de las urbes modernas, la única solución razonable para cuestiones que afectan al tránsito rodado y, al de los peatones sean los semáforos. Pero no veo por qué no se puede disputar la solución siempre que se presente otra que parezca más adecuada que la vigente. El grado de libertad de una sociedad es, en último término, el grado de apertura de esta sociedad con respecto a sus propias posibilidades. Lo mismo ocurre con la libertad del individuo. Libertad es, pues, siempre libertad respecto a un futuro, no realizado pero que se espera realizable. En la libertad hay una dosis, inevitablemente muy crecida, de indeterminación. Por eso a medida que la libertad se va determinando y precisando, se le van cerrando sus caminos. Para que el futuro sea libre es menester que ni la sociedad ni el individuo se cierren, ni siquiera en nombre de específicas libertades. Puesto que me he metido en la ruta de algunas furiosas generalizaciones, terminaré produciendo una que es abstrusa, críptica y, sin embargo, sobradamente razonable: la libertad es libertad para la libertad.

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