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Los derechos de los animales

Ha habido, y sigue habiendo, tenaces defensores de la idea de que la especie humana es absolutamente excepcional, en el sentido de que hay entre ella y los demás seres vivientes, incluyendo algunos que, como los chimpancés, ofrecen, en su figura y en su comportamiento, aspectos sorprendentemente humanos, una diferencia de naturaleza y no sólo de grado. Entre los defensores aludidos figuran tanto personas de diversas confesiones religiosas como otras que despliegan indiferencia, e inclusive hostilidad, en materia de religión. Entre los primeros cabe mencionar los que insisten en el carácter excepcional de los seres humanos, porque, si bien son criaturas, han sido formadas a imagen y semejanza de Dios. Entre los segundos cabe mencionar a quienes, como Sartre, no brindan en su sistema filosófico ningún lugar para Dios, o para cualquier ser calificable de «supremo», justa y precisamente porque Dios, si pudiese existir, sería una imposible unión de algo no humano con algo humano. Los seres humanos son, para Sartre, tan peculiares que son lo que no son, y no son lo que son.

Ideas semejantes, aunque fundadas en otros supuestos, se rastrean en quienes sostienen que la mente humana, que caracteriza al ser humano y lo distingue de otros, es metafísicamente distinta del cuerpo humano; o en quienes ponen de relieve que los seres humanos son los Únicos que, quiéranlo o no, se eligen a sí mismos como tales, de suerte que no hay una naturaleza humana, sino, a lo sumo, un proceso en el curso del cual el ser humano se va constituyendo como lo que es, gracias a que se va constituyendo como lo que va a ser.

La idea de que los seres humanos son radicalmente excepcionales es un común denominador bastante vago —como lo dan a entender los varios ejemplos aducidos—. Pero es, además, confusa si se la interpreta corno equivalente a la opinión de que la realidad humana no contiene o, en todo caso, no implica, o co-implica, ninguna otra realidad. Aun si se supone que el ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (y se ha observado que 'semejanza' atenúa el sentido de 'imagen' excluyendo su paridad), se sobrentiende que ha sido como plasmado, o encastrado, en substancias naturales; en épocas pasadas no se hablaba de células, o de cadenas de moléculas de ácido ribonucleico, pero se hablaba de carne, huesos y sangre, los cuales existen asimismo en abundancia en muchos seres vivientes no humanos. Hablar de que el ser humano se hace a sí mismo, eligiendo no sólo lo que va a ser, sino también, y sobre todo, quién va a ser —y quien va a ser es identificado con lo que es—, no descarta, sino que a menudo acentúa el hecho de que este «hacerse a sí mismo» es, como algunos dirían, un «diálogo dramático» con las circunstancias, en las cuales figuran no sólo árboles, rocas, aire, agua, así como objetos manufacturados por los propios seres humanos, sino también realidades biológicas corporales como el cerebro, los pulmones o el hígado. El que el ser humano sea una persona, en cuanto fin en sí mismo, en cuanto agente moral racional y, en general, en cuanto realidad que opera, o puede operar, en el mundo «inteligible» como mundo «nouménico», no lo hace independiente del mundo «fenoménico», etc. Sin embargo, a la hora de la verdad —para unos, la hora de llevar a cabo una decisión moral; para otros, la hora de entregar el alma a Dios—, las dimensiones «fenoménicas» se quedan aguardando en un trasfondo con derechos puramente nominales.

Algunos pensadores, particularmente cautelosos, pero todavía afectos a la idea de la «diferencia específica» entre seres humanos y seres vivientes no humanos, especialmente ciertos animales, han tratado de descubrir esta «diferencia» —que justamente se llama a veces differentia sin más— y la han encontrado en características como el ser racional, el ser capaz de lenguaje, el ser capaz de crear y usar símbolos, el ser histórico, etc. De este modo, se ha logrado un compromiso entre la idea del ser humano como especie animal y la idea del mismo como un tipo de realidad que trasciende de alguna manera el ser animal y natural. Este compromiso se ha hecho más interesante, o más atractivo, o más «dramático», cuando se ha presentado bajo la forma de una «tensión»: tensión entre lo natural y lo moral, lo fenoménico y lo nouménico y, más poética, o religiosamente, entre la bestia y el ángel, oscilando perpetuarnente entre ambos —«dos almas, ¡ay!, habitan en mi cuerpo», donde el cuerpo resulta ser una de estas «almas».

En principio, los pensadores cautelosos aludidos no se han desviado mucho del buen camino porque, dadas dos clases naturales, cabe encontrar caracteres específicos que las distinguen. En lo que, a mi entender, han errado dichos pensadores es en destacar la especificidad de la especie humana, la mencionada differentia, como un rasgo absolutamente excepcional y, además, en inclinarse a veces a pensar que dicha especie constituye un «centro» en. torno al cual gira, por lo menos moralmente, el universo, y que es el punto más destacado en un proceso evolutivo.

Adopto aquí otro punto de vista que, sin ignorar diferencias, y muy considerables, las concibe como diferencias de grado y no de naturaleza o, como antaño se decía (y ahora vuelve a decirse) de «esencia». La especie humana es presentada aquí como una especie animal cuyos condicionamientos biológicos, y biológico-evolucionarios, no deben olvidarse, no sólo cuando llega la hora de examinar sus estructuras sociales y sus realizaciones culturales, sino también cuando se procede a escrutar una de estas últimas: las normas, reglas, juicios e imperativos morales. La «Introducción» a este libro da algunas vueltas, y espero que proporcione algunos refinamientos, a esta cuestión.

Cuando se afirma que la especie humana es una especie animal que exhibe diferencias de grado muy considerables con respecto a otras especies, no es, o no es sólo, por sus mayores capacidades intelectuales; por sus más abundantes y refinadas habilidades instrumentales; por su mayor creatividad (y flexibilidad) en la producción de formas y relaciones sociales; por sus capacidades artísticas más desarrolladas, etc., sino también, y sobre todo, porque a causa de todo ello la especie se ha implantado en el conjunto de ecosistemas que forman el planeta de un modo que ha alterado notoriamente muchos de ellos. Es cierto que en el curso de la evolución natural ha habido cambios muy grandes en el conjunto, y en la serie, de ecosistemas, al punto que la evolución natural es presentada a menudo bajo forma de descripción y explicación de dichos cambios. Ha habido inclusive lo que se han llamado «ecocatástrofes», en un sentido no valorativo de 'catástrofe', es decir, no como cambios radicales indeseables, sino sólo relativamente bruscos. Equilibrios dados se han deshecho para dar lugar a nuevos equilibrios.

¿Por qué estimar, pues, que una alteración fundamental de estructuras naturales como el introducido por la especie humana es apenas comparable con otros?

Si la especie animal llamada «ser humano» se hubiese limitado a introducir cambios en sus estructuras sociales, y a utilizar objetos naturales como instrumentos, o inclusive a fabricar instrumentos rudimentarios, no podría hablarse, como ha hecho Freeman J. Dyson de «perturbar el universo» o de «disturbios en el universo» (Freeman J. Dyson, Disturbing the Universe, New York, 1979). Dyson entiende estos «disturbios» en un sentido no enteramente incompatible con el que aquí se da a esta expresión, pero se refiere particularmente a una fase muy avanzada en el proceso histórico humano, que ha llevado a la posibilidad de «remecer», y hasta «rehacer», el universo, aunque sea ese menudo fragmento de universo que es el sistema solar. Aquí entiendo por «perturbar» el universo introducir perturbaciones o disturbios en el conjunto de ecosistemas llamados «el planeta Tierra», de suficiente envergadura, y de características suficientemente distintivas, como para que resulte difícil compararlo con cualesquiera otros cambios antecedentes a la aparición de la especie humana, y hasta durante la mayor parte del tiempo en que ha existido la especie en el planeta.

Primero se pensó en miles de años, luego en centenares de miles; ahora se pasa del millón —como período durante el cual la especie humana vivió no en el clásico «estado de naturaleza», en el cual, de todos modos sigue viviendo, sino en un estado en el que, aun con la producción de más variados, bien que no necesariamente más complejos y bien organizados, sistemas sociales, y con una tecnología más avanzada que la de sus primos hermanos zoológicos, no alteró grandemente la configuración de la biosfera. Durante el largo período en el que los seres humanos, en cantidades relativamente escasas, vivían, y muchas veces malvivían, a base de la caza de animales y de la recolección de frutos, la tierra permaneció sin muchas más perturbaciones que las que hubiera cabido esperar del curso general evolucionario. El primer «disturbio» importante, posiblemente el mas importante y decisivo, fue la introducción de la agricultura. Aún hoy puede verse, en las regiones cada vez más esquiladas donde persiste la titulada «vida salvaje» —una expresión que, por fortuna, vuelve a usarse en un sentido no peyorativo—, que los ecosistemas existentes se van desintegrando y contrayendo con la introducción de los cultivos, al punto que uno de los asuntos que se debaten es el de si, y hasta qué punto, pueden cohonestarse las necesidades agrícolas de ciertas comunidades con la conservación de multitud de especies.

La historia es larga —aunque mucho menos larga que la prehistoria— y para los efectos que aquí me interesan suficientemente conocida. En los últimos cuatro mil años, y especialmente en los últimos cien años, se ha producido una verdadera explosión de «humanidad». La especie ha ido invadiendo el planeta, «humanizándolo» en un sentido literal, no siempre necesariamente en el sentido que tiene este termino cuando se emplea para formular juicios de valor positivos sobre las costumbres. La explosión antedicha se ha intensificado a ojos vistas, al unísono de otros acontecimientos no menos patentes: la revolución científica y tecnológica ha adquirido un carácter casi permanente; los trastornos sociales han sido inmensos, produciéndose a la vez enormes beneficios y descomunales desigualdades, etc. Es cierto que, tras un período en el que parecía que la oblación iba a aumentar exponencialmente al punto que se preveía que dentro de un par de siglos no habría espacio para todos s los individuos sobre la Tierra, parece haberse estabilizado el aumento demográfico global, aunque haya al respecto enormes diferencias —la población de Kenya doblará en diez años; la de Suecia, en doscientos dieciocho—. Pero, con todas las estabilizaciones que se quieran, el aumento demográfico ha sido ya de suficiente envergadura para que pueda decirse que la especie humana ocupa, y domina un espacio más amplio y variado que el ocupado y dominado nunca por ninguna otra especie. En suma, aun si se llevaran a cabo en todas partes con éxito los proyectos de «crecimiento demográfico cero», la situación seguirla siendo la de un «disturbio» fenomenal introducido por nuestra especie.

Esta situación plantea muchos problemas para la propia especie: problemas económicos, sociales, políticos, morales, etc. No escasean las soluciones propuestas: económicas, sociales, tecnológicas, etc. —y, en el caso de las soluciones morales, las dilucidadas en la llamada «ética ecológica» o «ética del medio ambiente»—. Pero todas las soluciones, o conjuntos de soluciones, parecen parciales ante dos posibles «salidas».

Una de ellas consistiría en, por así decirlo, «desperturbar» el planeta, desandando lo andado. Nadie propugna, que yo sepa, esta solución, pero hay ecos de ella en algunos movimientos ecológicos más o menos románticos y en consignas del «retorno a la Tierra», «retorno a la simplicidad», «lo pequeño es mejor que lo grande», etc. La propuesta, si se toma realmente en serio, tiene algo de fantasioso: consiste en propugnar que la especie humana renuncie a su posición de ocupante y dominador de la Tierra abandonando no sólo la industria, mas también la agricultura. Para seguir esta propuesta habría que disolver las sociedades actuales —y no sólo las grandes potencias o «el Poder»—, desmenuzándolas en comunidades de cazadores-recolectores, cuyo número iría disminuyendo hasta que volvieran a insertarse en un mundo donde coexistirían con «la vida salvaje», permitiendo a ésta volver a desarrollarse sin trabas.

Otra «salida» consistiría en «superperturbar» el planeta con la continuación de las explosiones demográficas, la intensificación de los cultivos agrícolas, el crecimiento económico a toda costa, el dispendio de energía, etc., aun si hubiera que arrostrar al efecto las costosas, o peligrosas, consecuencias de una creciente contaminación de la biosfera. Tampoco nadie propugna, que yo sepa, esta «salida» en la forma indicada, o, si se propone seguir adelante, se advierte que ello ha de ser con auxilio de los conocimientos científicos y de los recursos tecnológicos, los cuales pueden aminorar buena copia de males mediante el descubrimiento de nuevas fuentes de energía, el aprovechamiento de fuentes de energía renovables o «reciclabes», la disminución de la contaminación por medios técnicos apropiados, etc. Cabe preguntar, sin embargo, si, aun resolviéndose a entera satisfacción de los interesados —y, puesto que se trata del futuro, de los «interesables»— muchos, o inclusive todos, los problemas, el «superdisturbio» ocasionado no terminaría por alterar por completo, y no como hasta ahora sólo parcialmente, «la faz de la Tierra», haciendo de ésta un exclusivo dominio humano; y si no llegaría un momento en que los disturbios así causados sólo podrían corregirse extendiéndolos al «espacio», con la creación, ya seriamente propuesta, de «colonias espaciales» —el «desmantelarniento» del planeta Júpiter podría incluirse en el proyecto—. Los que mueren de hambre en Uganda o en las regiones al sur del Sahara, o sus enflaquecidos descendientes, podrían recuperarse convirtiéndose en «colonos del espacio». El que esta salida pudiera dar al traste con todos los sistemas ecológicos aún existentes, y de los que aún seguirnos viviendo, no sería obstáculo mayor: o no habría ya necesidad de tales sistemas, o podrían producirse sistemas artificiales de acuerdo con las necesidades de la especie.

En su obra sobre «la responsabilidad del hombre ante la Naturaleza» (Man's Responsability for Nature: Ecological Problems and Western Traditions [La responsabilidad del hombre ante la Naturaleza. Problemas ecológicos y tradiciones occidentales], New York, 1974), John Passmore ha examinado detalladamente las diversas concepciones, religiosas, políticas y filosóficas, que han tenido, y siguen teniendo, gran influencia: el ser humano como «dueño de la Naturaleza» o inclusive como su «déspota»; el ser humano como una especie de «guardián» de la Naturaleza, o como «cooperador», etc. En general, sus ideas son razonables, porque se oponen tanto a la actitud de dominio y expoliación de la Naturaleza, como a creencia de que, habiéndose servido los seres humanos para dominar y expoliar la Naturaleza de la tecnología, hay que reducir el alcance de ésta a fin de restablecer un módico equilibrio ecológico. En todo caso, ninguna de las soluciones que propone Passmore se acerca en lo más mínimo o a una desperturbación radical o a una superperturbación gigantesca.

Si difiero del mencionado autor es sólo en un punto, pero uno importante: en que no considero, como él, los intereses humanos como «supremos». Si fuesen realmente supremos, ¿por qué no permitir a la especie humana seguir dominando, y aun expoliando, el medio ambiente —el terrestre por el momento, y alguno supraterrestre luego—? Passmore contestaría, desde luego, que ello no sería permisible, y que sus puntos de vista le vedarían adoptar tal actitud. Sin embargo, me parece que no podría conciliar la misma con la idea de la supremacía. Si la especie humana aumenta en número, y necesita oportunamente entrar a saco en la Naturaleza, y dispone al efecto de los necesarios recursos tecnológicos, su supremacía constituiría el factor determinante. No habría razón para no seguir, si ello fuese necesario, la vía de una archisuperperturbación. Una de las consecuencias de la misma sería la de que, al «humanizarse», en el sentido antes apuntado, la Naturaleza, una parte substancial de ésta, en cuanto ambiente dentro del cual la especie humana vive, podría terminar por desaparecer prácticamente del mapa. ¿En qué medida sería ello, aun si factible, deseable? Consideremos el caso de los animales, tema del presente capítulo.

Hay muchos y muy diversos motivos y razones para no adoptar una actitud que, de llevarse a cabo lo que presupone, daría por resultado un excesivo empobrecimiento de la Naturaleza viviente en general, y del llamado «reino animal» en particular. Usaré para abreviar la expresión 'vivientes'. Se han aducido, entre otros, los siguientes argumentos: 1) Un mundo sin vivientes, o con una considerable reducción en el número y variedad de vivientes, sería menos rico que un mundo con vivientes y, a fortiori, con una considerable variedad y número de éstos. 2) Los vivientes proporcionan un goce psicológico y estético a los seres humanos.

Ninguno de estos argumentos me parece persuasivo. (1) Es muy discutible, y depende de una metafísica de cariz más o menos leibniziano, con su insistencia en la abundancia y variedad de realidades. (2) Deja en pie la idea de los intereses humanos como «supremos», de modo que si cambian éstos ha de cambiar asimismo la actitud adoptada respecto a los vivientes. Si todos y cada uno de los seres humanos dejan de experimentar la menor satisfacción por convivir con otros vivientes, y hasta si un día ocurre que todos y cada uno de los seres humanos empiezan a odiar los álamos, los geranios, los rinocerontes, las ardillas, etc. y a complacerse únicamente en conducir automóviles, mirar escaparates de tiendas o contemplar en la pantalla «escenas de la vida matrimonial», parecerá difícil argüir contra semejantes intereses supuestamente «supremos».

Emprenderé un camino que conduce a parajes no muy distintos de los alcanzados por Passmore, pero que no se vale de la idea de los intereses humanos como supremos.

Las diferencias entre las capacidades humanas y las de otros vivientes son impresionantes en varios respectos. ¿Quiere esto decir que lo son en todos? Prima facie no parece que sea así. En lo que toca a la supervivencia de la especie, hay especies que han batido, y que posiblemente seguirán batiendo, a la humana. En cuanto a la firmeza y estabilidad de la organización social, muchas sociedades de insectos le ganan la partida a cualesquiera tipos de sociedades humanas. Los seres humanos son mucho menos ágiles que, por ejemplo, los gatos. Excepto algunos atletas, patinadores o bailarines, los seres humanos se mueven mucho menos airosamente que las gacelas o los potros. Los animales de presa despedazan (¿diremos que «sin piedad»?, pero la «piedad» no ejerce aquí ninguna función) a miembros de ciertas especies que caen bajo sus garras, pero esas garras se extienden sólo cuando los animales de presa las necesitan para procurarse sustento o para amparar a su progenie. Los animales de presa no eliminan totalmente a las especies que les sirven de alimento, porque de hacerlo así se quedarían, al final, sin nada de que nutrirse. Un animal de presa elimina a su víctima: no se ensaña o se ceba en ella. En cambio, los seres humanos no parecen preocuparse mucho de las consecuencias de sus rapiñas, tal vez porque sus opciones al respecto son mucho más amplias. Por supuesto que el ejercicio de la inteligencia puede superar varias «inferioridades»: los seres humanos pueden construir mecanismos que corren más velozmente —aunque no siempre más airosamente— que las gacelas o artefactos que pueden volar a mayores distancias y a mayores alturas que cualesquiera pájaros. Podría concluirse, pues, que en conjunto las capacidades de la especie humana son superiores, cuando menos en potencia, a las de cualesquiera otros vivientes.

Pero aun en semejante caso, ¿sería ello suficiente para adoptar una actitud de la cual podría desprenderse la obliteración prácticamente completa de otros seres vivientes?

No lo creo así. Aunque se admitiera la discutible premisa de que la especie humana es, en conjunto, «superior» a otras especies vivientes, ello no haría de tal especie una realidad biológica discontinua de las otras. La base de la actitud que aquí se adopta es una base biológica, fundada a su vez en la idea de la continuidad de niveles de que en otro lugar he hablado y sobre la que he insistido en la «Introducción» a este libro. Admitir esta concepción continuista equivale a rechazar todo «centrismo» y, por tanto, también todo «antropocentrismo». Como toda concepción muy general acerca del «mundo», o del conjunto de sistemas que forman el «mundo», la que propongo es discutible. De no aceptarse, pueden rechazarse sus consecuencias. Pero si se acepta, no hay que hacerlo como un artículo de fe, sino como una idea que está bastante de acuerdo con lo que conocemos acerca del mundo. Si además está de acuerdo con las razones, básicamente morales, que la coautora de esta obra ha desarrollado en la sección anterior, ello constituye una razón suplementaria para abrazarla.

Propongo las tres siguientes cosas: 1) Aceptar el hecho de que la especie humana, con enormes diferencias de grado, aunque no de naturaleza, respecto a otras especies, ha producido ya grandes disturbios o perturbaciones en el conjunto de los ecosistemas del planeta. 2) Considerar que este hecho no es base suficiente para intensificar los «disturbios», sino más bien para ver si, y hasta dónde, cabe reintegrar la especie humana dentro de otras especies y dentro de la Naturaleza en general. 3) Admitir que ello es posible gracias a que el desarrollo biosocial incluye la capacidad de opciones racionales, y gracias a que los progresos tecnológicos pueden hacer posible adoptar estas opciones. Así, las mismas aptitudes y capacidades que han producido disturbios gigantescos pueden ponerse a la obra con el fin de evitar ulteriores disturbios que comprometan la mencionada reintegración.

El control del crecimiento demográfico; la reducción y, a la postre, eliminación del despilfarro de recursos naturales; la busca de fuentes de energía renovables o, como la energía solar, prácticamente inagotables; la distribución más equitativa de bienes; el estudio de los beneficios que puede proporcionar tanto a la especie humana como a otras especies la conservación de la llamada «vida salvaje» —que no sólo incluye animales, sino sistemas ecológicos enteros, tales como ciertas regiones pantanosas que hasta ahora se habían considerado maléficas y que se ha probado son necesarias para conservar, y aumentar, los recursos naturales—: he aquí algunas de las muchas medidas que cabe adoptar para llevar a cabo los propósitos indicados. Ello no equivale a jurar por lo que Barry Commoner ha llamado «la tercera ley de la ecología», es decir, «la Naturaleza sabe lo que hace» (The Closing Circle, New York, 1971, pág. 41; cit. en J. Passmore, Man's Responsability, etc., pág. 185). De hacerlo así, se hipostasiaría algo llamado «la Naturaleza», para proclamar acto seguido que esta entidad hipostasiada o bien «sabe lo que hace» («lo que es mejor») o bien «obra como si supiera lo que hace». Es posible que, antes de la introducción de los «disturbios» mencionados, los procesos naturales discurrieran de acuerdo con la «ley» de referencia, pero, aparte de que ello no es absolutamente cierto, resulta que, aunque lo hubiese sido, ya no lo es. En la situación actual, no hav más remedio que suponer, o desear, que la especie humana alcance a Saber «lo que se hace» (o «lo que es mejor»).

Saber lo que se hace es, en el caso presente, saber que lo que se hace es lo mejor que cabe hacer. La expresión 'lo mejor' tiene un sentido valorativo, cuando menos si por 'lo mejor' entendemos 'el mejor fin (posible)' y no 'el mejor de los medios (posibles)'. Aunque, dentro del contexto en que me he movido en este ensayo, he tratado de reducir los aspectos valorativos al mínimo, confieso que tal vez no lo he alcanzado en la medida de lo deseable. Por fortuna, aun en el tratamiento de fines cabe hacer uso de la racionalidad: un fin, F, aparece como más racional que otro fin, 0, cuando F encaja mejor que 0 dentro de lo que se ha admitido previamente como un dato básico. El dato básico mismo no es sometido a valoración. Al fin y al cabo, podría ocurrir que fuera «mejor» que los seres humanos se distinguieran en naturaleza y no sólo en grado de los demás vivientes; que hubiesen sido efectivamente creados a imagen y semejanza de Dios y representaran a éste sobre la Tierra; que la «superperturbación» que he presentado como una opción a eliminar resultara fascinante para todos los humanos. Pero no me importa que todo eso, que he afirmado que no es, fuese lo mejor o lo más deseable. De serlo, o de resultar serlo, se desprendería de ello una idea de la especie humana y de su relación con otros vivientes completamente distinta de la que he aceptado como un hecho básico. Si el hecho básico es el de la continuidad de los niveles de sistemas de realidades, y específicamente el de la continuidad de la especie humana con otras especies, entonces todo lo que se haga para negar este hecho tendrá que fundarse en una concepción más acertada.

En virtud de la continuidad antedicha, los intereses de la especie humana coinciden con los intereses de otros vivientes. Los intereses humanos no son supremos; sólo lo son los intereses comunes a una y a otros. Reconozco que el término 'interés' tiene la manga muy ancha y que por ella pueden deslizarse gran copia de equívocos, no todos ellos eliminables aun si nos limitamos a designar con dicho término un conjunto de necesidades básicas que es pertinente, y conveniente, satisfacer. Lo mismo ocurre, dicho sea de paso, con el término 'derechos', que figura en el título de este capítulo. Si aceptamos la noción propuesta por Aldo Leopold («The Land Ethic» [«La ética de la tierra»] en Sand County Almanac with Other Essays on Conservation [1949], New York, 1966), de «comunidad biótica» y extrapolamos conceptos normalmente usados para describir, o justificar, relaciones interhumanas, hablaremos no sólo de «intereses humanos», «intereses de los animales», «derechos humanos», «derechos de los animales», etc., sino también de «intereses» y «derechos» de las montañas, las plantas, las rocas, y terminaremos por no saber de qué estamos hablando. Pero en el caso de «intereses de los animales», por lo menos, y de «derechos de los animales», subsidiariamente, sabemos que nos referimos a la cuestión de si aceptamos que se hallen en conflicto con intereses y derechos humanos.

De todo lo que he dicho hasta aquí a hablar, propiamente, de «derechos de los animales», va todavía un salto. Pero no es un salto insuperable. En rigor, el «paso» que puede darse con el fin de aportar razones en defensa de los «derechos de los animales» —unidos a las razones que pueden darse en favor de la protección y mejoramiento del «medio ambiente» natural— puede ser «un pequeño paso» para la especie humana y un «gran paso» para la Naturaleza entera.

Priscilla Cohn
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