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Introducción: Hacia una nocion de "ética"

En una frase muy citada, y debatida, el sociobiólogo Edward O. Wilson ha escrito: «Tanto los científicos como los humanistas deberían considerar la posibilidad de que haya llegado la hora de sacar por un tiempo la ética de manos de los filósofos y biologizarla» (Sociobiology: The New Synthesis. Cambridge, Mass.-London, 1975, pág. 562). Ha escrito asimismo: «...los filósofos éticos intuyen los cánones deontológicos de la moralidad consultando los centros emotivos de su propio sistema hipotalámico-límbico. Esto ocurre también con los que enfocan su atención sobre el desarrollo, aun cuando tratan de ser lo más estrictamente objetivos que sea posible» (op. cit., pág. 563).

Prescindo, por el momento, de lo que cabe entender por 'ética' (¿un conjunto de actitudes y creencias éticas?, ¿alguna teoría ética?). Se entienda como se quiera, es cierto que, si bien «la ética» no ha estado siempre, y exclusivamente, en «manos de los filósofos», éstos la han manoseado tanto, y por lo común tan fuera de contexto, o dentro de contextos tan enrarecidos, que no parece mala idea que los biólogos —por lo menos algunos— se ocupen —por lo menos un rato— de ella.

Los titulados «problemas éticos», en cualesquiera de sus múltiples formas —definición y aclaración de lo que cabe entender por 'bueno', 'malo', 'justo', 'injusto', 'prudente', etc.; examen de si las normas o reglas éticas son absolutas o relativas; formulación de normas destinadas a promover la equidad y a evitar la iniquidad; escrutinio y posible solución de conflictos entre diversos derechos; investigación sobre tipos de deberes y obligaciones, etc.- se plantean, en efecto, dentro de sociedades humanas, las cuales están formadas por individuos que constituyen una de las especies animales que han habitado, y siguen habitando, el planeta Tierra. La especie animal llamada «hombre» —palabra que, por respeto a los dos géneros que la constituyen, sustituiré por la expresión algo más, pero no totalmente, neutra, «seres humanos»— es un producto de la evolución biológica y está condicionada por factores biológico-evolucionarios. Mientras la especie humana sea lo que se sabe que es, cuanto se diga acerca del comportamiento —incluyendo el comportamiento posible o deseable de sus miembros— no debe olvidar su básica estructura biológica, y, en la medida en que esta estructura está ligada a formaciones sociales, su estructura sociobiológica o bio-social.

En un libro reciente (De la materia a la razón. Madrid, 1.979, págs. 27-83) he tratado de dar plausibles razones para concluir que todo lo que hay, es decir, el mundo, o lo que los filósofos han llamado a veces «la realidad», está constituido por entidades materiales o, si se quiere, físicas; que estas entidades, agrupadas en ciertas formas, que han empezado con procesos de auto-ensamblaje, dan origen a seres biológicos, de modo que puede hablarse de un continuo físico-biológico. He procurado mostrar que el continuo físico-biológico es el contexto dentro del cual tienen lugar los procesos y actividades sociales, que son procesos y actividades de seres biológicos, entre los cuales figuran los humanos, de suerte que el continuo físico-biológico se engarza con un continuo biológico-social. He puesto de relieve, finalmente, que algunas especies animales, y muy destacadamente la humana, son capaces de dar origen a producciones culturales de varias clases que se desarrollan dentro de un continuo social-cultural.

La ética, y específicamente las propuestas de reglas y normas morales y las teorías éticas, son una de dichas producciones culturales, y son, por tanto, elementos en el continuo social-cultural. En la medida en que este continuo se halla insertado en el continuo biológico-social, y éste, a su vez, en el continuo físico-biológico, cabe afirmar que las producciones éticas son resultado de actividades llevadas a cabo por individuos de una especie biológica y biosocial constituidos por ingredientes físicos. A la hora de examinar «la ética», parece razonable tener en cuenta los factores biológicos, y específicamente los sociobiológicos o biosociales, a su vez comprensibles dentro del contexto evolucionario. Si esto es lo que ha querido decir Edward O. Wilson, o lo que quieren decir otros sociobiólogos, así como algunos etólogos, no hay más que asentir.

Empezaré así por reconocer la necesidad de una perspectiva evolucionaria o biológico-evolucionaria —que, por lo demás está encuadrada en una perspectiva cósmica—. Esta perspectiva no constituye algo así como una especie de principio del cual tengan que sacarse determinadas y precisas consecuencias, pero dicha perspectiva tiene, desde luego, consecuencias. Entre otras, la de que poner definitivamente de lado el antropocentrismo que ha sido un común denominador de muchas doctrinas y teorías éticas, cuando menos en las «culturas occidentales». La actitud anti-antropocentrista así adoptada permite ampliar nuestros intereses, extendiéndolos a otras especies animales y, en general, a la Naturaleza -palabra escrita con mayúscula sólo porque conviene distinguirla de la misma palabra en minúscula en frases como 'la naturaleza de...'-. Permite asimismo adoptar ciertos supuestos, no ajenos a la formulación de normas y recomendaciones éticas y a la elaboración de teorías éticas. Por ejemplo, el supuesto de no adoptar el supuesto de que la vida humana, y sólo ella, es sagrada -un residuo secularizado de una visión religiosa según la cual la Naturaleza es algo así como un escenario armado para que la humanidad represente sobre su tablado su papel de imagen de Dios—. Curiosamente, la insistencia en el carácter sagrado, o «la santidad», de la vida humana, ha sido acompañada de una cierta falta de interés, cuando no de un total menosprecio, hacia vidas no humanas, de modo que lo que debía constituir el fundamento de un supremo respeto ha terminado con frecuencia por convertirse en un instrumento ideológico de expoliación y dominio.

En honor a la verdad, debe recordarse que algunos filósofos no han aguardado a que los sociobiólogos y los etólogos hayan introducido en las discusiones e investigaciones éticas motivos distintos de, e inclusive opuestos a, los clásicos más conocidos. La insistencia en la importancia de los factores y de los problemas ecológicos al plantearse cuestiones morales, ha surgido independientemente de, aunque paralelamente a, los estudios sociobiológicos y etológicos, como resultado de la situación que una acelerada evolución socio-técnico-cultural ha producido en el mundo, especialmente en el curso de los últimos cincuenta años. Cabe argüir que uno de los motores principales de dicha insistencia ha sido el egoísmo de la especie. Pero el vicio del motivo no disminuye la virtud de la empresa. En todo caso, ésta ha llevado a ver que las amenazas que se ciernen sobre la Humanidad no son consecuencia de una presión ejercida por la Naturaleza sobre la especie humana, sino más bien lo inverso: el resultado de una actitud «demasiado humanista». Los filósofos a los que aludo han hablado más de ecología que de socio-biología o de etología, pero pronto se ha podido observar que todas éstas son interdependientes. En vista de ello, sería justo modificar ligeramente una parte de la frase de Wilson y escribir: «Ha llegado la hora de sacar por un tiempo la ética de manos de algunos filósofos.» La cláusula 'por un tiempo', aquí subrayada, es del propio Wilson, que evidentemente tomó sus precauciones.

En todo caso, ha llegado el momento de tomar en serio la idea de que los llamados «problemas morales» se plantean en el contexto de situaciones sociales y, por descontado, bio-sociales. No es menester, según apunté, apelar de continuo a dicho contexto, y menos aún considerarlo como un principio del que se deriven automáticamente normas específicas, pero es necesario que se mantenga siempre en el trasfondo. Este es uno de los puntos que toqué en mi libro citado, al hablar de niveles y de continuos de niveles, e inclusive al destacar la estructura continuista de algunos conceptos morales. Así, al ocuparme de los titulados «deberes», hice hincapié en la continuidad de éstos, de modo que aunque no todos los deberes son morales, uno de sus extremos puede recibir este nombre.

¿Quiere esto decir que una teoría ética ha de ser algo así como un apéndice de una teoría biológica?

En su libro Beast and Man: The Roots of Human Nature ([La bestia y el hombre. Las raíces de la naturaleza humana], Ithaca, New York, 1978), Mary Midgley ha empezado por reconocer que muchas de las ideas de Wilson redondean y completan las suyas. Sin embargo, se ha opuesto a Wilson en varios puntos fundamentales. Como la posición que adoptaré es «intermedia» entre Wilson y Midgley, estimo pertinente examinar algunos de los aspectos del debate.

Además de citar los párrafos que figuran al comienzo de esta «Introducción», Mary Midgley aduce varios otros. Uno es: «El paso de una teoría puramente fenomenológica a una teoría fundamental en sociobiología debe aguardar a una explicación completa, neuronal, del cerebro humano. Sólo cuando puedan analizarse sobre el papel los dispositivos [«la maquinaria»] al nivel de la célula, se aclararán las propiedades de la emoción y del juicio ético... El conocimiento será trasladado al lenguaje del circuito... Tras haber canibalizado a la psicología, la nueva neurobiología proporcionará una serie firme [«duradera»] de primeros principios de la sociología» (Wilson, pág. 575; apud Midgley, pág. 170). El otro es: «¿Qué... es lo que produjo el hipotálamo y el sistema límbico? Han evolucionado en el curso de la selección natural. Este simple enunciado biológico debe ser llevado hasta el fin con objeto de explicar la ética y los filósofos éticos, por no decir la epistemología y los epistemólogos, en todas sus profundidades» (Wilson, pág. 3; apud Midgley, loc. cit.).

Para Mary Midgley, hay aquí una especie de «fantasía romántica»: «No se puede explicar un comportamiento excavando en el cuerpo de la persona que lo lleva a cabo, a menos que los intentos de explicar el comportamiento de maneras más inmediatas haya alcanzado un punto en el que se requiera la información susodicha» (loc. cit.). Esto no equivale a descartar como enteramente impertinentes los resultados de los estudios sociobiológicos y etológicos para la comprensión de la naturaleza humana y, por tanto, de sus comportamientos reputados morales. Pero la autora invita a que sustituyamos en cada caso las palabras 'ética' y 'ético' por las palabras 'matemática' y 'matemático'. «La matemática es también una rama del conocimiento humano que concierne a la conducta, y a tal efecto no hay duda de que se necesitan ciertas partes del cerebro» (loc. cit.). En rigor, la matemática parece más cercana aún a la biología que a la ética, ya que las partes del cerebro capaces de ejercitarla «están aún más genéticarnente inducidas que la ética». Nada de ello lleva a pensar que la demostración de un teorema matemático sea parte de alguna teoría biológica. Así, el tener en cuenta factores biológicos en el examen de cuestiones éticas no permite concluir que las últimas sean cuestiones biológicas. «Biologizar la ética» -escribe Mary Midgley- quiere decir simplemente «filosofar mejor», esto es, mejor de lo que se filosofa cuando los factores biológicos y sociobiológicos se echan por la borda.

El que la matemática se halle «más genéticamente inducida» que la ética -sean actitudes y creencias éticas o alguna teoría ética- no es asunto claro. ¿Quiere decir que los «circuitos» cerebrales y, en general, el sistema nervioso central, están organizados según un modelo matemático? ¿0 que el circuito cerebral funciona básicamente según los estados «si» o «no», «abierto» o «cerrado»? ¿0 que las reglas de una sintaxis universal están encastradas en «circuitos» cerebrales? De cualquiera de estas suposiciones se desprenderían resultados poco apetecibles para Mary Midgley, aun si arruinaran a la vez —como posiblemente pretende esta autora— algunas de las afirmaciones de Wilson: por ejemplo, la idea de que hay, en principio, equivalencia entre circuitos cerebrales y la parte central, microprocesadora, de una ordenadora, en cuyo caso la invitación de Wilson a sacar la ética, siquiera sólo por un tiempo, de manos de los filósofos para ponerla en manos de los biólogos, debería radicalizarse proponiendo que hay que sacarla asimismo, admitamos también que sólo por un tiempo, de manos de los biólogos para ponerla en manos de los especialistas en informática.

Para deshacer este embrollo basta tener en cuenta que si bien las analogías entre «circuito cerebral» y «circuito informático» —especialmente, dispositivo microprocesador— son notables y muy dignas de estudio, no hay que concluir necesariamente que el sistema nervioso central es una máquina, y en particular una ordenadora. Mario Bunge (The Mind-Body Problem; A Psycholobiological Approach [El problema mentecuerpo. Un enfoque psicobiológico], Oxford-New York-Toronto-Sydney-Paris-Frankfurt, 1980, págs. 59-64) ha puesto de relieve que, junto a las analogías entre el cerebro y un sistema informático complejo como el de una ordenadora —analogías como las de «sensor-terminal», «huellas de memoria-almacenaje de memoria», etc.—, hay diferencias apreciables.

Algunas de las diferencias apuntadas por Mario Bunge no me parecen del todo persuasivas: tal, por ejemplo, que las ordenadoras son propiedad de alguien, sea una persona, una empresa o el Estado, mientras que los seres humanos no son propiedad de nadie, salvo en caso de esclavitud (ya que, aunque esto es una verdad de hecho hasta ahora no desmentida, también es una verdad de hecho hasta ahora no desmentida que [algunos] caballos son propiedad de [algunos] seres humanos, mientras que los seres humanos no son, que sepamos, propiedad de ningún caballo); o bien que las ordenadoras son listas, pero no imaginativas (ya que aparte de que no se sabe, o no sé, bien en qué consiste la «imaginación», no está fuera del campo de lo posible forjar programas para conseguir resultados indistinguibles de los obtenidos por imaginaciones humanas, o de ciertos animales). Otras de las diferencias apuntadas por Mario Bunge me parecen, en cambio, sólidas: por ejemplo, que la dicotomia «máquina-programa» (una pálida traducción de la expresión hardware-software) carece de sentido, puesto que los cerebros están autoprogramados; o que todas las neuronas disparan espontáneamente a diferencia de la no espontaneidad de los componentes destinados a procesar información de la ordenadora; o que la prueba de Turing no es totalmente convincente por estar basada únicamente en observaciones de comportamiento -lo que, para ser honesto, reconozco que podría afectar asimismo a mi observación respecto a la noción de «imaginación»-. Todavía estimo plausible que, como indiqué en otra parte (De la materia a la razón, págs. 110-13), si se agregan a un autómata todos los elementos suficientes para que lleve a cabo funciones biológicas, incluyendo aparatos sensoriales y motores y dispositivos para el funcionamiento selectivo de la memoria, entonces el autómata llevará a cabo funciones biológicas, pero la verdad es que a este efecto será necesario construir un organismo que podrá seguir llamándose «una ordenadora», pero que será, de hecho, un organismo biológico capaz no sólo de procesar, sino también de engendrar información. En todo caso, la diferencia entre ordenadora, tal como la entendemos, y circuito cerebral, o sistema nervioso central, hasta donde podemos saberlo, es por el momento suficiente para que no se dé el caso de que los especialistas en informática se conviertan repentinamente en teoricos de la sociobiología y, subsecuentemente, de la ética. Pasemos, pues, por encima de la cuestión acerca de si la matemática se halla o no «más genéticarnente inducida» que la ética.

Mary Midgley considera que Wilson no tiene razón en los puntos señalados, porque, aparte la discutible idea del predominio casi absoluto de los genes -y no digamos las disputas acerca de su carácter «egoísta» o «altruista»-, cuando sugiere «canibalizar» la psicología, y no digamos la ética, Wilson presupone que los comportamientos llamados «éticos» son de punta a cabo bio-sociales. En este punto, sin embargo, se le presenta a Mary Midgley una dificultad que no tiene que afrontar Wilson. Supongamos ahora que este último se retracte de la citada idea del predominio casi absoluto de los genes en detrimento de los individuos —que son los que, en verdad, están organizados socialmente, los que abrigan creencias éticas y formulan normas éticas o construyen teorías éticas—. Aun en este caso, hay algo cierto en la tesis de Wilson, y es que los referentes (los individuos biológicos) son los mismos en todos los casos. En suma: cuando se ocupa de seres humanos, la sociobiología no trata de entidades distintas de las que son «el sujeto de la ética». El error de Wilson no es un error ontológico, sino uno epistemológico. Así, la autonomía de la ética, es decir, el que la ética se ocupe de cuestiones que, aunque no independientes de los problemas tratados por sociobiólogos y etólogos, poseen su propio nivel de conceptualización, no se funda en un no reduccionismo ontológico, sino en un no reduccionismo conceptual.

En este sentido, la ética se halla en una situación similar a la de la economía, o a la de la teoría, o ciencia, política. Todas estas disciplinas se ocupan de ciertos individuos biológicos que se agrupan en sociedades, pero estudian niveles de comportamiento distintos de los biólogos. Algo similar cabe decir de la psicología en tanto que psicobiología. Esta no se ocupa, como ha indicado Mario Bunge, de procesos mentales subsistentes por sí mismos, sino de estados o acontecimientos y procesos en cerebros —o series de funciones cerebrales emergentes— que son, además, parte de un sistema nervioso central, el cual funciona como parte integrante de un individuo biológico (The Mind-Body Problem, página 21). No es necesario reducir una ciencia a otra, o todas a una sola, para reconocer que un «sujeto de investigación» puede ser el mismo para todas.

Este sujeto de investigación es, en nuestro caso, el conjunto de individuos biológicos, o biosociales, que forman la especie humana. Presupongo, de consiguiente, que si hay creencias y actitudes que puedan llamarse «morales», lo son en una forma social.

Cabe preguntar, en efecto, qué actitudes o creencias podrían adoptarse que fuesen pura y exclusivamente individuales, esto, aisladas de todo elemento social. Aun en el caso de un Robinson aquejado de problemas morales, éstos se le plantearían en función de su posible relación con otros individuos; en rigor, se le plantearían asimismo en función de su relación con otros seres vivientes no humanos. Si nos confinamos a una de las más individuales entre las actitudes morales, el llamado «respeto a sí mismo», hay que admitir que tal respeto tiene lugar sólo dentro del contexto de una comunidad posible, aunque no se halle físicamente presente.

Las actitudes y creencias en cuestión se manifiestan por lo que en otros lugares (El ser y el sentido. Madrid, 1967, págs. 227-29; De la materia a la razón, págs. 64-71) he llamado «objetivaciones» y también «producciones, o productos, culturales». Empleo aquí estos términos sinónimamente, aunque reconozco que cabría hacer ciertas distinciones. 'Objetivaciones' puede designar por igual producciones y productos culturales. Por otro lado, la palabra 'producción' puede designar una actividad mientras que la palabra 'producto' puede designar, como lo había visto Aristóteles al distinguir entre energeia y ergon (Eth. Nic., 1, 1094a, 4-5), el resultado de la actividad. Sin embargo, aun la actividad es una manifestación u objetivación; por sí mismas, sin manifestarse o hacerse de algún modo públicas, las creencias y actitudes son «únicamente» procesos psiconeurales. Pero desde el momento en que se expresan se convierten en «formulaciones», o bien en comportamientos públicos que sirven, o pueden servir, de modelos para las mismas. Las «formulaciones» de referencia pueden ser codificaciones de actitudes o de creencias, o «sistemas» o «teorías».

Hay diversas clases de productos (o producciones) culturales, y en la última de las dos obras citadas he proporcionado una primera, rudimentaria, clasificación: producciones instrumentales, producciones teóricas, producciones prácticas y producciones artísticas.

Las producciones prácticas tienen un componente teórico. En todo caso, en su formulación, o inclusive en los motivos que llevan a su formulación, intervienen componentes teóricos (descripciones, explicaciones, etc.), ligados a conocimientos concernientes a diversos factores —sociobiológicos, pero también económicos y políticos, o concernientes al «poder»— que contribuyen a abrigar tales o cuales creencias o a formular tales o cuales normas o reglas.

Entre las producciones prácticas figuran las creencias y las actitudes —entanto que son pública, o intersubjetivamente, expresadas, o expresables—, así como las teorías llamadas «éticas» o «morales». Se ha apuntado ya que estas creencias, actitudes y teorías no se hallan desgajadas de su contexto social, y biosocial. En rigor, constituyen un subsistema de los sistemas de creencias, actitudes y teorías sociales, o una especie de prolongación de las mismas.

Esto parecerá un tanto sorprendente, por no decir chocante, a quienes han hablado de un «reino moral», y han supuesto, como la propia palabra 'reino' sugiere, que se trata de una región completamente autónoma, pero tanto la presente «Introducción» como los estudios de ética práctica que preludia confirman la idea de la no autonomía de lo que se ha llamado a veces, para abreviar, «la moralidad». Cabe preguntarse inclusive si esa pretendida autonomía, tan ahincada y dignamente defendida por Kant, no será, a la postre, sino un ideal ético, respetable, pero inalcanzable, o tal vez el requisito fundamental de una teoría ética que se supone absolutamente válida, pero que es válida únicamente para una hipotética sociedad completamente estable, compuesta de hipotéticos individuos libres, autónomos, racionales, imparciales, responsables, y, para usar el vocabulario kantiano, totalmente exentos de cualquier elemento «patológico».

Es cierto que la proclamada autonomía parece, si no enteramente asegurada, al menos razonablemente bien fundada, cuando se afirma que «bueno» o «malo», u otras nociones de semejante calibre, son características —para algunos, «no naturales»— de ciertas normas o de ciertas acciones. Pero 'bueno' o 'malo' son términos que por sí mismos carecen de sentido. Algo es bueno o malo en algún sentido o en algún respecto. No nos escudaremos tras la afirmación de que «bueno» es «lo que es moral», o «malo» «lo que no es moral» o «lo que es inmoral», porque ello sería una petición de principio. En cambio, podemos asentir a la idea de que ciertas creencias, ciertas actitudes, ciertas normas, ciertos juicios pueden ser calificados de «morales» porque se despliegan sobre una área en la cual caben disputas sobre si son valiosos (preferibles) o no valiosos (preteribles). Esta área es continua con la social o, mejor dicho, está contenida en la social. Ser cortés no es considerado, por lo común, como una virtud moral, sino como una característica social. Ser valiente puede ser considerado como moral si está al servicio de algo estimado valioso, o benéfico, para los miembros de una comunidad y, a la postre, para la especie humana, pero ello no le quita su dimensión social. Ser justo es comportarse de un modo que parece corresponder exclusivamente a una actitud moral, pero aunque la justicia sea, para emplear el vocabulario tradicional, una virtud más «cardinal» que la valentía o el coraje, y no digamos la cortesía, no es completamente inseparable de otras maneras de comportamiento sociales: el ser justo, o injusto, no tienen sentido salvo si expresan un modo de comportarse en una sociedad, o en cualquier sociedad. Las creencias, normas y teorías morales aspiran a ser más universales, o más universalizables, que otras creencias, normas y teorías de carácter «práctico», pero ello no las desgaja por entero de las últimas. Nada puede llamarse «moral» si no es integrable en lo social.

2

Hasta ahora he hablado indistintamente de actitudes y creencias éticas (o morales) y de teorías éticas (o morales). Seguiré usando 'ético' y ,moral' como sinónimos, pero tendré en cuenta, en la medida de lo posible, la distinción entre creencias o actitudes, normas o reglas, y teorías.

Los filósofos que se ocupan de cuestiones éticas (o morales) no se limitan, por supuesto, a distinciones tan modestas. Introducen muchas otras: entre juicios y prescripciones; entre prescripciones e imperativos; entre prescripciones o imperativos y normas; entre normas y reglas; entre varias clases de reglas y varias clases de normas; entre razones que justifican adoptar una norma, o regla, o una variante cualquiera de éstas, y razones que motivan o proporcionan motivos para actuar de acuerdo con una norma o regla; entre dar razón para formular un juicio ético y dar razón para justificar una acción, por un lado, y justificar un juicio y justificar una acción, por el otro; entre discutir si los juicios morales (o los imperativos morales, o las normas o reglas morales) son categóricos o hipotéticos, de una parte, y debatir si, o por qué, hay que ser o no ser moral, o adoptar un punto de vista moral, de otra parte, etc. Muchas de estas distinciones caen bajo el epígrafe «metaética», pero cabe preguntar si es posible distinguir estrictamente entre metaética (definición y análisis de nociones éticas) y ética propiamente dicha, ética substantiva o normativa. Si no se distingue a rajatabla entre ambas, algunas de las cuestiones metaéticas destiñen, por así decirlo, sobre cuestiones éticas substantivas o normativas, con lo que seguimos acarreando el peso de las distinciones y subdistinciones. Si se distingue entre ambas, la ética substantiva o ética normativa no le va detrás de la metaética en la tendencia a pulir y repulir los conceptos y los argumentos, especialmente cuando se proponen como ejemplos casos extremos o sumamente hipotéticos, ya que entonces hay que tener en cuenta factores diversos y, para complicar las cosas, conflictivos, de modo que, como sucede con los casos legales, cada afirmación requiere ser protegida por tortuosas cláusulas. Uno acaba con la impresión de que en todas estas cuestiones cada punto de vista puede ser substituido por un punto de vista opuesto, y cada argumento produce casi automáticamente un contraargumento. Dicho sea de paso, esta situación ha llevado a algunos a adoptar una posición relativista, pero, para complicar las cosas, hay varias formas de relativismo, y multitud de argumentos en favor y contra cada una de ellas.

Cierto que en muchos casos cabe salir del paso como el proverbial elefante en una cacharrería: lo importante es entrar en ella sin preocuparse demasiado por si se van o no a hacer trizas algunos cacharros. Al fin y al cabo, puede ocurrir que varios de estos cacharros no tengan el valor que se les atribuía. Recuérdense las disputas sobre las nociones de gracia y libre albedrío en siglos pasados, y, específicamente, en el siglo XVII: uno no puede evitar quedarse boquiabierto ante el caudal de sutileza exhibida por abundantes teólogos y filósofos de la época. Al mismo tiempo, se tiene la impresión de que muchas de estas sutilezas estaban empaquetadas en argucias y subterfugios, y sobre todo —lo que más importa— la impresión de que, vistas desde otra orilla —una orilla en la cual no se divisa bien en qué consiste la gracia del problema de la gracia—, todo ello resultaba bastante inane.

Las cuestiones éticas, o morales (metaéticas y éticas) son seguramente más permanentes, y persistentes que las cuestiones teológicas concernientes a la gracia y al libre albedrío, pero sigue siendo legítimo preguntarse si en algunos casos el talante argumentativo no acaba del todo con el talante investigativo. Creo que la respuesta es afirmativa, y que ello tiene en gran parte su razón en el hecho de que se termina moviéndose en el vacío. En vez de recordar que, después de todo, los sujetos que son objeto de una indagación de tipo ético o moral son sujetos reales, se piensa, o se da por entendido, que son algo así como peones —racionales, objetivos, imparciales— en un juego. Así, se acaba cogido en la trampa de presuponer que una cuestión moral no es una cuestión real.

Los párrafos que van a seguir, hasta el final de esta «Introducción», tienen por objeto poner de manifiesto lo que se va a entender por 'ética' y por 'problema ético', con tendencia a situar la discusión dentro del cuadro de la llamada «ética normativa». Daré por sentado que los sujetos humanos adoptan o pueden adoptar, actitudes éticas, que abrigan, o pueden abrigar, creencias éticas, y que una de las misiones de una teoría ética es dilucidar si, y hasta qué punto, tales o cuales actitudes o creencias éticas son justificables. Como 'pasaré constantemente de actitudes y creencias a teorías, y viceversa, tendré que presuponer que en cada caso el lector vislumbrará de qué se trata —inclusive cuando de lo que se trata es de mostrar que las líneas divisorias no son siempre tajantes—. Por cuanto me referiré a juicios, normas y reglas, tendré asimismo en cuenta algunos de los debates que se han suscitado, tanto respecto al status de dichas nociones como respecto a sus contenidos. Finalmente, y puesto que ha sido común presentar la ética normativa en relación con diversas doctrinas o posiciones, señalaré mi actitud ante éstas.

No procederé, pues, del todo como el proverbial elefante, pero no me pesará demasiado si algunos cacharros acaban un tanto malparados. En suma: examinaré algunas posiciones y algunos argumentos, pero tratando de no quedar preso en un laberinto de definiciones que no vengan a cuento. Aunque el no filósofo no lo crea así, evitaré en la medida de lo posible practicar la clásica operación de partir cada pelo en cuatro.

Ello me obligará a proceder bastante a la carrera, y un poco a base de meras alusiones, presuponiendo que el lector sabe a qué atenerse -o puede saber a qué atenerse consultando los repertorios pertinentes o, si ello le divierte, sumergiéndose en la literatura oceánica hasta ahora engendrada- especialmente en lo que concierne a varios nombres —muy a menudo terminados en 'ismo' que sirven de rótulos para caracterizar varias de las posiciones más conocidas.

3

Empezaré por suponer que, tanto si se habla de juicios, como de prescripciones o recomendaciones, o de imperativos, no es fácil saber en qué consiste lo que se ha llamado «adoptar un punto de vista moral».

¿Qué punto de vista es ése? Si el punto de vista moral fuera tratado como uno entre varios otros puntos de vista posibles, cada uno de ellos revelando, o aspirando a revelar, un aspecto distinto de «la realidad» -o, menos metafísicamente, de «aquello de que se trate»-, no se suscitarían los tempestuosos debates que han tenido lugar entre los defensores y los detractores (o simplemente los escépticos) del susodicho «punto de vista». Al fin y al cabo, un punto de vista puede ser comparado a una perspectiva, que no excluye necesariamente otras, pues las perspectivas lo son de un mismo y único sujeto o tema. Así entendido, el punto de vista moral sería un modo de ver, y juzgar, ciertas realidades y situaciones. Su «contenido» sería una parte del «contenido» de todos los puntos de vista adoptados como válidos.

Pero el punto de vista moral, casi siempre equiparado a «el punto de vista moral», no se halla muy cómodo conviviendo con otros posibles puntos de vista. Si aspira a tener un «contenido», ha de ser uno propio, independiente de los otros: «algo» es moral, en suma, porque es moral, y el que sea o no otra cosa -salvo, por supuesto, el ser inmoral, que es pura y simplemente lo contrario de lo moral- no tiene por qué afectar en lo más mínimo a su prístina condición. Así, por ejemplo, si se estima que es moral no mentir, y es inmoral mentir, ello tiene que ser así sean cuales fueren los elementos o las condiciones de la situación en la que no se miente o se miente -por ejemplo, los intereses, las necesidades, etc., de los sujetos correspondientes-. Un punto de vista moral, del que se desprenda la inmoralidad de la mentira, no puede al mismo tiempo declarar que una mentira puede ser moral, o acaso amoral. Cabe tratar de eludir las consecuencias que pueden desprenderse de un punto de vista semejante afirmando que un punto de vista moral, o el punto de vista moral, no son especificables mediante ninguna clase de acciones, o de omisiones; que lo único que cabe calificar de moral o de inmoral es la intención que abriga un sujeto libre; que sólo es plenamente buena la «buena voluntad»; que algo moral lo es en sí mismo y no como medio para otra cosa; que la persona es un fin en sí mismo, etc. Pero con todo ello se va enrareciendo cada vez más la atmósfera en la que se supone que tienen lugar actos juzgables como morales o como inmorales, de modo que, al final, no parece quedar «contenido» alguno. En todo caso, es difícil encontrar un «contenido» -una serie de normas, una serie de preferencias, etc.- que pueda servir de apoyo a la moralidad, por cuanto ésta deja de serlo desde el momento en que cesa de apoyarse exclusivamente en sí misma.

Si hay un autor que haya mostrado no encontrarse del todo inerme ante los inconvenientes, o los escrúpulos, aludidos antes, ha sido Kant. En efecto, Kant trató de descubrir un fundamento o soporte de la moralidad que no cediera a la menor presión. Hay varios soportes posibles de la moralidad —lo que Kant llamó «fundamentos de determinación (Bestimmungsgründe) prácticos en el principio de la moralidad»—. Entre ellos figuran todos los «fundamentos prácticos» de carácter «material», esto es, los que tienen un contenido específico y, en algún modo, «externo» a la voluntad. Tales fundamentos pueden ser, según Kant, subjetivos u objetivos, y cada uno de ellos puede ser externo o interno. Ejemplos de fundamentos subjetivos externos son la educación (Montaigne) o la constitución civil (Mandeville). Ejemplos de fundamentos subjetivos internos son la sensación física (Epicuro) o el sentimiento moral (Hutcheson). Ejemplos de fundamentos objetivos internos son la perfección (Wolff y los estoicos). Ejemplos de fundamentos objetivos externos son la voluntad de Dios (Crusius y otros «moralistas teológicos») (Kritik der praktischen Vernunft [Crítica de la razón práctica]. Akademieausgabe, V (1913), 69 [pág. 40]). Ninguno de estos fundamentos -a los que cabría agregar muchos otros; posiblemente todos salvo el propuesto por el autor de dicha obra— es admisible, o suficiente, porque todos ellos son, según Kant, «heterónomos»: su «ley» se halla fuera y no dentro de ellos. ¿Cuáles son los soportes admisibles? En realidad, hay un solo y único soporte: el del «fundamento puro (o formal) de la voluntad», que se desprende de la deducción (justificación) de los principios de la razón pura práctica. La clase de los soportes admisibles es unimembre. Se descartan, pues, todos los fundamentos, o soportes, «materiales», «externos», «impuros», en suma «heterónomos», porque ninguno de ellos logra dar con un imperativo verdaderamente puro, autónomo, categórico. El imperativo categórico kantiano puede formularse de varios modos, como su propio autor ha hecho, pero tiene una sola y única forma. Una moral sin imperativo categórico es una moral literalmente «insoportable».

Ahora bien, ¿por qué insistir en un enunciado que sea un imperativo categórico? Los ataques contra la noción kantiana de imperativo categórico son legión. No ha habido que aguardar ni mucho menos a que Philippa Foot disparara contra dicha noción una diatriba que ha engendrado acaloradas discusiones. Para empezar, tenemos la crítica de Hegel, cuyo pensamiento, aunque históricamente anclado en Kant, emprende una ruta nueva en la que se atropellan las «mediaciones».

Tenemos asimismo las insistentes, y en numerosas ocasiones mortales, lanzadas de Nietzsche. Franz Brentano denunció la noción kantiana de imperativo categórico cum ira et studio, advirtiendo que, entre sus defectos, consta el de no tener consecuencias éticas, o el de tener algunas que parceen hasta cómicas (Vom Ursprung sittlicher Erkenntnis. Lepzig, 1889 [en trad. esp.: El origen del conocimiento moral. Madrid, 1927, página 83]). Brentano recordó que John Stuart Mill había ya notado claramente este punto. En efecto, según John Stuart Mill, «cuando [Kant] empieza a deducir de ese precepto cualquiera de los deberes efectivos de la moralidad, falla de un modo casi grotesco en mostrar que la adopción por todos los seres racionales de las reglas de conducta más injuriosamente inmorales no produciría ninguna contradicción, ninguna imposibilidad lógica (y no digamos física). Todo lo que [Kant] muestra es que las consecuencias de su adopción universal serían tales que nadie elegiría incurrir en ellas» (Utilitarianism [1863, 4.a ed., rev., 18711, en Collected Works of John Stuart Mill. Vol. X: Essays on Ethics, Religion and Society, ad. J. M. Robson, Toronto-London, 1969, pág. 207). Apoyándose en parte en Brentano y sacando de la fenomenología husserliana materiales que le permitieran conjurar la idea de un a priori «material», de carácter «emotivo», Max Scheler sometió la noción kantiana de imperativo categórico a detallado escrutinio crítico «Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik», en el Jahrbuch für Philosophie und phänomenoologische Forschung, 2 partes, 1913-1916 [en trad. cast.: Ética. Ensayo de un nuevo personalismo ético, 2 vols., Madrid, 1941, vol. 1, págs. 83 y sigs.]. Nicolai Hartmann llevó a cabo una labor similar, aunque su rechazo del «formalismo» no le impidió defender un «apriorismo» (material de los valores) (Ethik. Berlin & Leipzig, 1926, Parte 1, sec. IV, especialmente xii [a]). Etcétera. Sin embargo, elegimos el análisis de Philippa Foot porque no hay en él, cuando menos prima facie, «intereses creados» en favor de un determinado sistema ético, como el de la llamada «ética axiológica».

Según Philippa Foot («Moralíty as a System of Hypothetical Imperatives», Philosophical Review, 81 [1972], 305-16, reimp. en el libro de la misma autora: Virtues and Vices and Other Essays in Moral Philosophy [Las virtudes y los vicios y otros ensayos de filosofía moral], Berkeley & Los Angeles, 1978, págs. 157-69, con una «Nota añadida en 1977», págs. 16973, que llamaremos luego «Nota»), una norma moral no es distinta, por lo menos en su forma, de una norma de etiqueta. Este último tipo de norma, o regla, es tan categórica —o, según los casos, tan poco categórica— como una moral, porque si alguien se niega a obedecer la regla de etiqueta, no habrá razón para afirmar que la regla «estaba equivocada» o era injusta: la regla es la regla, y lo único que cabe hacer al respecto es seguirla o rehusar seguirla (o, por descontado, ignorarla).

Esta idea -por supuesto, en modo alguno la única que pone en marcha los argumentos de Philippa Foot ha ha sido rechazada por algunos con cierta indignación. Una norma o regla moral, se ha alegado, difiere de una de etiqueta en que contiene en sí misma la razón para obrar de acuerdo con la norma o regla. Ha empezado de este modo una de esas discusiones a que antes he aludido, y en las que es tan fácil perderse, acerca de lo que quiere decir «contener la razón para actuar». Una cosa es motivar la acción; otra, justificarla. Además, parece prima facie difícil admitir la equiparación entre reglas morales y reglas de etiqueta. La propia Philippa Foot admite que hay diferencias, pero no son las que usualmente se alegan, sino diferencias del tipo siguiente: las reglas morales son, o parecen ser, más «estrictas», o «rigurosas», que las reglas de etiqueta. Sin embargo, el supuesto carácter más «estricto» o más «riguroso» de una regla moral a diferencia de una de etiqueta presupone más de lo que la mencionada autora debería presuponer. Sin tratar específicamente la cuestión aquí dilucidada, Ronald Dworkin ha distinguido entre «reglas» y «principios» y ha considerado que los últimos son toda clase de normas salvo las reglas (Taking Rights Seriously [Tomando los derechos en serio], Cambridge, Massachussetts, 1977, pág. 22), pero a la hora de establecer en qué consiste la diferencia ha apelado a «la distinta fuerza que tienen los dos tipos de normas en la argumentación» (op. cit., pág. 71), cosa que puede resultar fructuosa en cuestiones de filosofía legal, pero que siguen dejándonos a oscuras en filosofía moral—a menos de dar un paso más y proclamar que los principios son un conjunto de preferencias básicas que orientan la formación y aplicación de subsecuentes reglas, pero nada de eso pone en duda el carácter no categórico de tales «principios».

Las perplejidades así originadas han llevado a algunos a apelar a otras tácticas. Robert L. Holmes («Is Morality a System of Hypothetical Imperatives?» Analysis, 34 [1973-1974], 96-100) concluye que, después de todo, la distinción entre normas (o imperativos) categóricos y normas (o imperativos) hipotéticos no tiene gran razón de ser, o no se ajusta a la moralidad: «Pues si no hay un sentido filosóficamente interesante en el que los juicios morales puedan ser concebidos como categóricos, no hay (tampoco) un sentido filosóficamente interesante en el cual sean meramente hipotéticos» (art. cit., pág. 100), de modo que considerar la moralidad como «un sistema de imperativos hipotéticos» nos deja como estábamos antes. Pero aunque la táctica seguida por el autor mencionado sea preferible a otras consistentes en defender a machamartillo «el punto de vista moral» (que suponen ferozmente categórico), no elimina la intuición que alienta en el examen de Philippa Foot y que, en realidad, subyace a todos sus argumentos en favor de la moralidad como sistema de imperativos hipotéticos. Esta intuición puede resumirse en dos puntos. El primero es que, al considerar los juicios (o reglas, o normas, o imperativos) morales como hipotéticos, se los coloca dentro de una serie de otros juicios (o reglas, o normas, o imperativos) posibles, con la sola distinción que los morales parecen tener -si bien no se puede demostrar que tengan- un alcance mayor, y un mayor peso, que los no morales, o no considerados tales. Este alcance mayor, y mayor peso, son aquello de que se parte sin que se sepa bien si este punto de partida es realmente un límite último, y si se puede mostrar, y no digamos demostrar, si es último; de ahí los argumentos y contraargumentos, los tiras y aflojas de todos los debates concernientes a la «moralidad»: es una obligatoriedad pura, un mandato divino, un sentido moral, una intuición a priori, pero con un contenido, un sistema de preferencias, un imperativo social, un resultado de la estructura biosocial, una actitud prudencial, y tantos etcéteras como puedan caber en este libro. El segundo punto, posiblemente más importante, es que una actitud moral, o reputada moral, digna de algún respeto -y los juicios, normas, reglas e imperativos subsecuentes- deben su interés, su fuerza y su peso no al «debería» (incondicional) propio del supuesto enunciado, norma o imperativo categóricos, sino a un acto de decisión libre de los sujetos humanos producido por una propensión hacia cosas consideradas «buenas» o «morales» -la libertad, por ejemplo; o la justicia; o la beneficencia-. El valor que tiene el acto considerado moral se debe, entonces, a que es adoptado «espontáneamente», sin la «coacción» de ningún «debería» o «debe». En suma, según este segundo punto un acto no es realmente moral si se adopta sólo porque corresponde a lo que, si se permite este juego de palabras, cabría llamar «una hipotética norma categórica»; es realmente moral porque se adopta en virtud de alguna especie de «devoción».

¿Está coqueteando Philippa Foot con una idea de la moralidad que se halla en las antípodas de toda «severidad», «rigor» y «seriedad» de factura kantianas? De semejante idea de la moralidad tenemos abundantes ejemplos, por lo menos desde Nietzsche, que fue el que colocó la dinamita. Todos estos ejemplos son interesantes y no pocos son atractivos. Pensemos en una «moral sin obligación ni sanción» como la propugnada por Jean-Marie Guyau. No sólo no hay en semejante moral nada obligatorio, sino que «en cuanto a la sanción moral propiamente dicha, distinta de las sanciones sociales, se verá que la suprimimos pura y simplemente, porque, en cuanto 'expiación' es, en el fondo, inmoral» (Esquisse d'une morale sans obligation ni sanction. Paris, 1903, pág. 3). La «variabilidad moral» resultante de esta empresa no tiene por que deplorarse, sino más bien juzgarse como una característica de «la moral futura», en la que intervengan, como dice Guyau, «el riesgo en la acción» y «el riesgo en el pensamiento». Nicolai Hartman y Max Scheler -a despecho del componente «vital» y «espontáneo» de la idea scheleriana de moralidad, y de los obvios ecos nietzscheanos que resuenen en ellase mantienen todavía dentro de una órbita de «seriedad moral». Pero, ¿no es semejante «seriedad» el primer motor de toda insistencia en la noción de un imperativo categórico? El olvidado filósofo andaluz— catalán, Diego (Dídac) Ruiz parecía pensarlo así al propugnar «el entusiasmo» como «principio de toda moral futura». Llevado todo ello a sus lógicas consecuencias —si la palabra 'lógicas' no molesta demasiado a sus propugnadores- tenemos una moral, o ética, en la cual ni siquiera la «autenticidad» y la «autorrealización» resultan suficientes (Xavier Rubert de Ventós, Moral y nueva cultura. Madrid, 1971, passim) -en verdad, a una moral, o ética, que consiste en una completa liberación de toda coacción y de todo poder, conseguida por la disolución y «diseminación» del «Poder» por antonomasia (id., Ensayos sobre el desorden. Barcelona, 1976, pág. 11).

Es de suponer que Philippa Foot retrocedería ante tan radicales consecuencias, y que argüiría que tales «éticas» son, a la postre, una nueva manifestación del extremado egoísmo de lo que Max Stirner llamaba «el único y su propiedad». Tuviese o no razón en producir tales argumentos, la posición de Philippa Foot al respecto no es «radical» en ninguno de los sentidos aludidos. «Desde luego que Kant alegaría -escribe- que trato a los hombres como si fuesen voluntarios en el ejército del deber, y esto es exactamente mi idea» (art. cit. en op. cit. «Nota», pág. 170).

Los términos 'voluntarios' y 'ejército' -y, por si fuera poco, 'ejército del deber'- son reveladores. No parece que Philippa Foot se contentaría con las prudentes observaciones de Aristóteles. Este pone de relieve que cada ser humano se complace en lo que ama, o le gusta, como la persona a quien gustan los caballos se complace en éstos, y la persona a quien la gusta ver cosas se complace en los espectáculos públicos. De ello concluye Aristóteles que los actos virtuosos son también de este tipo, es decir, las personas virtuosas se complacen en ellos. Más aún: no se puede decir que los seres humanos que no se complacen en llevar a cabo acciones nobles y virtuosas sean buenos. Pues, ¿quién llamaría «justo» a alguien que no se complaciera en obrar con justicia? ¿Quién llamaría «generoso» a alguien que no se complaciera en obrar generosamente? (cf. Eth. Nic., 1, 8, 1099a, 15-20). Evidentemente, las personas justas, o nobles, o generosas, o lo que sea, lo son no porque se alisten en el ejército del deber, sino porque se complacen en ser justas, o nobles, o generosas. Además, Aristóteles reconoce que aun para ser justo, noble o generoso, no basta con tener tales virtuosos impulsos; es menester, además, disponer de los pertinentes «bienes externos»: no se pueden ejecutar actos nobles sin estar suficientemente «pertrechado» para ello.

En todo caso, Philippa Foot indica que la idea del carácter «inescapable» de la moral es muy importante: es inclusive «el más convincente argumento de Kant contra el imperativo hipotético» («Nota», pág. 171), Hay, pues, concluye, cierto sentido moral según el cual la moralidad es ineludible, pues «nadie puede sustraerse a la aplicación de los términos morales con la excusa de la indiferencia» («Nota», pág. 172). Lo único que dicha autora rechaza es la relación que Kant establece entre actuar moralmente y hacer lo que la razón (pura práctica) dicta -lo cual equivaldría a mantener que cuando no actuamos moralmente, obramos irracionalmente-. Pero inclusive si fallara la conexión entre racionalidad y moralidad, seguiría incólume, a su entender, el carácter hipotético del juicio (o imperativo) moral.

Aun si están firmemente empaquetados en un evidente talante de «seriedad moral», los argumentos de Philippa Foot no han convencido a los moralistas más recalcitrantemente en favor de la dimensión «categórica» de la moralidad. Una andanada de argumentos «pro-categórico» se halla, entre otros , en William Frankenna («The Philosopher's Attack on Morality» [«El ataque del filósofo contra la moralidad], Philosophy, 49 [1974], 345-56) y una nueva andanada de argumentos «pro-hipotético» en la respuesta de Philippa Foot («A Reply to Professor Frankenna», Philosophy, 50 [1975], 455-59, reimp. en Virtues and Vices, etc., págs. 174-80). El fondo del asunto sigue siendo el mismo: para el primero, la moralidad, que presupone la posibilidad de «un punto de vista moral», se funda en la obligatoriedad; para la segunda, se funda en algo así como en la «adhesión». Esto no quiere decir que semejante adhesión haya de ser el resultado de impulsos irrazonados, o irracionales. Negar el carácter categórico de los juicios (normas, reglas, imperativos) morales, o declarados tales, no implica negar asimismo la posibilidad de proporcionar razones para adoptarlos. Este es un asunto en tomo al cual se han promovido innumerables debates -uno sobre el cual discurrió ya largamente Franz Brentano en sus «lecciones sobre filosofía práctica» (Grundlagen und Aufbau der Ethik [Fundamentos y estructura de la ética] Bern, 1952, ed. Franziska Mayer-Hillebrand, especialmente págs. 15-20). Estas razones no son, a mi entender, nunca definitivas, en parte porque no se trata únicamente de «razones», sino también de descripciones de hechos y de factores condicionantes, cuyo conocimiento puede ser mayor o menor. Pero estimo que no hay razón para echar enteramente por la borda todas las «razones», las cuales afectan asimismo, como he mostrado en otro lugar (De la materia a la razón, págs. 168-74), a los criterios en virtud de los cuales se establecen ciertas preferencias. El que las razones no sean nunca definitivas y el que el conocimiento de los hechos pertinentes no sea nunca completo, es una característica común a las ciencias y a las teorías éticas.

Aunque la posición que aquí adopto sea francamente «pro-hipotética», ello no quiere decir que acepte todos los argumentos que se han aducido en su favor. En el curso de las discusiones reseñadas se han producido algunos deslices que me importa poner de relieve, no por el mero placer de «contraargumentar», sino porque un nuevo examen sumario de algunos de dichos argumentos puede conducir a salir del paso en otro debate de siglos: el debate «absolutismo contra relativismo».

Según Philippa Foot, una persona puede racionalmente rechazar seguir una norma, y al mismo tiempo se puede decir (¿o es que se debe decir?) que esta persona no actúa como «debería actuar». Este «debería» puede tener, entre otros, dos sentidos. Cuando se trata, por ejemplo, de reglas de etiqueta, o de reglas de un juego, el que la persona no haga lo que debería hacer quiere decir solamente que no obedece las reglas. No hacer lo que se debería hacer, o haber hecho, es no actuar comme il faut (en las reglas de etiqueta) o «no jugar limpio» (en un juego). No se puede decir entonces, evidentemente, que la persona ha actuado de un modo injusto, o que ha hecho algo «malo». Cuando se trata de reglas reputadas morales, en cambio, el que una persona pueda racionalmente rechazar seguir las reglas no impide, según Philippa Foot, que podamos (¿o debamos?) juzgar a la persona afirmando que ha actuado de un modo injusto, inicuo o «inmoral». Según ello, de una regla (o un imperativo) moral y considerado hipotético, no se sigue que una persona «debería» obedecerlo, pero tampoco parece seguirse que no se pueda juzgar el comportamiento de la persona.

Esto parece un tanto singular, y de ahí justamente que algunos autores hayan concluido que una regla de este carácter es, quiérase o no, categórica.

Bien. Si una regla moral es categórica, en el sentido de que es «absoluta» o, en todo caso, que no es un medio para un fin, sino un fin en sí mismo, entonces una persona racional debería seguirla. La regla posee una fuerza, desde luego no física, ni psicológica, ni motivadora, sino justificante. Si R es categórico, R debe cumplirse.

Si una regla moral es hipotética, entonces, y sólo entonces, una persona puede racionalmente rechazarla. La regla no tiene una fuerza justificante, ni siquiera «racionalmente justificante». Al mismo tiempo, no se puede (y menos aún se debe) juzgar a la persona que no cumpla con la regla. ¿Qué razones cabría aducir para formular tal juicio? La única razón admisible sería que la regla es válida y que, en virtud de ello, cabría decir que la persona no obra bien, u obra mal, al no obedecerla. Pero decir que la regla es válida es decir que hay razones para juzgar a la persona. Ahora bien, ¿no serán estas razones lo que lleva a afirmar que la regla es categórica? ¿0 no será porque la regla es categórica que uno se puede permitir el lujo de aducir tales razones? Si la regla es hipotética, entonces es condicional; todo juicio formulado en relación con la regla tendrá que ser, pues, un juicio condicional: si se acepta la regla, entonces hay que seguirla, pero si no se acepta, no sólo no hay que seguirla necesariamente, sino que se puede negar ser juzgado en virtud de ella. Así, mantener el carácter hipotético de las reglas reputadas morales equivale a prohijar alguna forma de relativismo moral.

El relativismo moral es, por supuesto, defendible. Lo que no es defendible es juzgar moralmente a nadie bajo esta condición. Parece, pues, que no hay más remedio que adoptar algún tipo de relativismo.

Creo, sin embargo, que pueden evitarse algunas de las consecuencias menos atractivas del relativismo moral considerando lo siguiente.

Si se juzga, por ejemplo, que el oro es bueno, nada fuerza o siquiera motiva a declarar que todos deberían tratar de hacerse con alguna cantidad de oro. Esto sería aceptado tanto por el absolutista como por el relativista morales en virtud de la idea (para el absolutista) de que conseguir oro no es un fin en sí mismo, sino un medio para otro fin, que puede o no ser justificable; y de la idea (para el relativista) de que no tiene sentido afirmar que aunque la persona rechace racionalmente el juicio de que el oro es bueno, obra mal si no hace algo para conseguir oro.

¿En qué diferirían, pues, el absolutista, incluyendo el que es simplemente «pro-categórico», y el relativista, incluyendo el que sólo pretende ser «pro-hipotético»?

Consideremos dos casos, en orden de creciente «disputabilidad».

Si se estima que la salud es cosa buena o, cuando menos, perfectamente suficiente, el absolutista tendrá que concluir que toda persona debería procurar mantenerse en estado de buena salud -por ejemplo, tratando de evitar excesos, no ingiriendo substancias cancerígenas, haciendo ejercicio moderado, etc.-. El relativista puede alegar que la regla según la cual hay que mantenerse en buena salud es muy razonable, y que, en efecto, la salud es cosa buena, o mejor que la enfermedad, pero que nada de ello lleva a concluir que tal o cual persona debería, o no debería, hacer lo posible para conservar la salud. A la vez, el relativista puede hacer dos cosas. Una es reconocer que la persona puede racionalmente rechazar seguir la regla, y a la vez censurar o reprobar a la persona diciendo que lo que hace, si acaso hace algo que obviamente esta arruinando su salud, no es irracional, pero es imprudente. La otra es afirmar que la persona en cuestión no puede ser objeto de censura, porque, si bien obra imprudentemente, no daña con ello a nadie -lo que equivale a aceptar que tiene derecho a obrar imprudentemente.

Cabe alegar que procurar mantenerse o no en buena salud es asunto moralmente neutro. En todo caso, algunos sostendrán que la salud no es un fin en sí mismo, o que no es un fin suficiente, sino un medio para algún otro fin (¿Para qué otro fin? ¿Ayudar en la construcción de un edificio? ¿Pintar un cuadro? ¿Alistarse como voluntario en la lucha contra la leucemia, el cáncer, la opresión política o económica?) Es mejor, pues, acudir a otros casos que no tengan, o no parezcan tener, un aspecto tan moralmente neutro. Casos de esta índole pueden ser positivos o negativos, esto es, ser casos que caen dentro de reglas que se formulan en forma positiva o en forma negativa. Ejemplo de los primeros es ayudar a una persona a vencer alguna dificultad que ponga en peligro su vida o que simplemente cause un estado de gran miseria. Ejemplo de los segundos es el no torturar a una persona, especialmente, aunque no exclusivamente, si se la tortura por el mero placer de torturarla, o por puro «sadismo». Los casos negativos suelen ser más tajantes, por lo que elegiré el último citado.

Si se formula el juicio «Es malo (inmoral, repugnante, inicuo, o lo que sea) torturar a una persona», y se establece la regla concomitante en modo imperativo: «No tortures», pero si a la vez se admite que alguien puede racionalmente rechazar tal juicio, y tal regla, no habrá motivo para considerar que su rechazo es inmoral, repugnante, inicuo, etc. -y hasta no habrá motivo para considerar que es inmoral, repugnante, inicuo, etc., que obre de acuerdo con su rechazo-. La persona que rechace el juicio, y la regla, puede alegar que hay (para ella) otro juicio: «No es malo (inmoral, repugnante, inicuo, o lo que sea) torturar a otra persona» y que de él deriva el imperativo: «Tortura» (añadiendo, para colmo: aun si es por puro sadismo). ¿Cómo podremos rechazar semejante opinión y afirmar que es mala e injusta?

Me parece que hay una salida. Al torturar a una persona se le causa un daño, y nadie tiene por qué sufrir daño a manos de otra persona. Por supuesto que ello remite a este juicio: «Es injusto, o inmoral, causar daño a nadie, a menos que la persona a quien se va a dañar acceda libremente a ello.» Este juicio tiene un valor absoluto dentro de una comunidad en la cual cada uno de sus miembros alegue que tiene el derecho a no ser dañado. Cabe argüir que en algunos casos el daño es justificable —que lo es, por ejemplo, cuando el daño constituye una reparación de una posible injusticia, como ocurre cuando se castiga a una persona por un crimen que ha cometido—. Pero en estos casos la persona dañada ha causado a su vez algún daño, que era injusto e inmoral haber causado—en cualquier circunstancia, la tortura va más allá de toda posible reparación, de modo que no es justificable en modo alguno-. La norma «No tortures», derivable del juicio antes indicado, es absoluta en una forma, contractual. Si todos y cada uno de los miembros de una comunidad aceptan libremente ser torturados sin restricciones por cualquier otro miembro de la comunidad, entonces no hay razón para que ninguno de los miembros de la comunidad de referencia considere injusta la tortura: lo único que los miembros de tan extravagante comunidad podrían discutir es algo así como la distribución equitativa de torturas.

Así, un juicio o regla considerados «morales» son «absolutos» bajo condiciones —lo que quiere decir que no son realmente absolutos, El juicio o la regla en cuestión siguen siendo hipotéticos, porque dependen de un acuerdo en virtud del cual son aceptados, reflexiva y racionalmente, por todos y cada uno de los miembros de una comunidad. Una vez establecidos, sin embargo, tienen un carácter plenamente justificante. No cabe admitir entonces que uno de los miembros de la comunidad pueda rechazar racionalmente el juicio o la regla, y, por tanto, se puede decir que al rechazarlos obra inmoralmente.

4

El examen de los argumentos formulados por quienes sostienen que los juicios, normas, reglas o imperativos reputados «morales» son hipotéticos y de los argumentos aducidos por quienes mantienen que son categóricos, nos lleva, pues, a tomar una posición en el debate entre relativismo y absolutismo. Me inclino más en favor de aquél que de éste por varias razones.

Una es la aceptación de condicionamientos biológicos, sociales, culturales e históricos, en la elaboración de normas consideradas morales. Si un acto, A, es moral si, y sólo si, es ejecutado por un agente completamente libre, racional, autónomo e imparcial en una comunidad de agentes cada uno de los cuales es a su vez libre, racional, autónomo e imparcial, entonces A es, o puede ser, moral, pero no es real. La moralidad tiene lugar dentro del contexto de la realidad; inclusive los actos que se ejecutan y las normas que se establecen con el fin de reformar tales o cuales aspectos de la realidad tienen lugar en la realidad.

La otra razón es el rechazo del dogmatismo que todo absolutismo tiende a engendrar. Un conjunto de mandamientos absolutos, en forma de imperativos categóricos, es dogmático y autoritario y, desde luego, no revisable. Como he indicado en otro lugar (De la materia a la razón, página 170), cabe establecer, y dar razones en favor de un sistema de preferencias, del que se deriven juicios y normas, suficientemente básico para que no se halle continuamente a la merced de toda clase de vaivenes históricos y de veleidades personales. Pero este sistema es relativo en el sentido de ser revisable. Por este motivo no aparece bajo la forma de un conjunto de mandamientos inapelables, sino bajo la forma de un programa.

Así, nada de lo dicho equivale a defender un punto de vista enteramente «subjetivista» o «arbitrario». Semejante punto de vista tiene la ventaja de que termina muy pronto con todas las discusiones acerca de cuestiones morales, o acerca de cualesquiera otras cuestiones. En efecto, si M afirma que p es justo y F sostiene que p es injusto, y si, además, ninguno de ellos aduce ninguna razón medianamente suficiente para apoyar las correspondientes afirmaciones, o no recurre a ninguna descripción de hechos y situaciones pertinentes, limitándose a insistir en que «así lo cree», «así lo siente», «así opmina», «le gusta que así sea», etc., no habrá más que agregar. Lo que M diga, además, no será incompatible con lo que diga F si lo que uno y otro dicen es sólo que así opinan, o sienten. Pero nada de esto son juicios sobre cuestiones morales, sino juicios acerca de lo que los individuos en cuestión piensan o sienten: son verdaderos si piensan y sienten lo que dicen y falsos en caso contrario. Un juicio sobre cuestiones morales y, en general, cualquier juicio sobre algo que no sea el estado de ánimo del que juzga, tiene que aspirar a ser objetivo.

Ello no se consigue con afirmar «p es justo para mí», pero tampoco con mantener «p es justo para mí y todos los que opinan como yo, y no hay más que hablar», porque, aunque de este modo se evita el subjetivismo individual, se cae en una especie de «subjetivismo de grupo» o «subjetivismo colectivo». No se consigue tampoco con mantener que hay una intuición moral o un sentimiento moral o un a priori emotivo, porque éstos postulan lo que justamente se trataba de demostrar. Oponerse al subjetivismo no implica mantener que, por medio de una facultad especial, o de algún principio racional, o «racionalmente irresistible», hay una, y sólo una, solución posible para todo problema y todo conflicto de índole morales; equivale sólo a admitir que por medio de razonamientos aplicables a situaciones reales, o a posibles situaciones reales, cabe llegar a cierto consenso, siempre en peligro de verse minado, pero siempre dispuesto a escrutar, y reescrutar, las razones y los hechos que se aducen para llegar a él. Ocurre, pues, con todo juicio o norma morales lo que sucede con todo sistema de preferencias del que, en último término, dependen tales juicios y normas. El sistema es debatible, pero no arbitrario o «subjetivo», sea subjetivo-individual o «subjetivo-colectivo». No sólo cabe aducir razones para adoptar el sistema, sino también para sentar los criterios en virtud de los cuales se propone.

Es obvio que se está propugnando aquí un contractualismo implícito, pero que, a diferencia de otras formas de contractualismo defendidas por filósofos morales y filósofos sociales, éste atiende no sólo a las voluntades de los miembros de una comunidad y, a la postre, de la especie humana, sino también a sus razones. En todo caso, no es un contractualismo deontológico, sino consecuencialista. Es a la vez utilitario, si por ello no entendemos la «utilidad» como la mayor suma de bienes para el mayor número posible de individuos, y no nos limitamos tampoco a considerar como únicos bienes posibles los placeres por sí mismos y como únicos males posibles la ausencia de sufrimientos. Este modo de entender el utilitarismo termina, en efecto, por hacer mofa de toda idea de «utilidad». Robert Nozick tiene razón cuando escribe que «la teoría utilitarla se halla colocada en un aprieto por la posibilidad de monstruos de utilidad que obtienen ganancias que, en virtud de cualquier sacrificio de otros, son enormemente mayores en utilidad de lo que estos otros pierden. Pues, de una forma inaceptable, la teoría parece exigir que todos nos sacrifiquemos en las fauces del monstruo con el fin de aumentar la utilidad total (Anarchy, State and Utopia. New York, 1974, pág. 41). Es lo que ha hecho que el utilitarismo, tan crudamente entendido, condone, e inclusive no se puede evitar que alabe y promueva, el aumento indiscriminado de la población humana si cada nuevo ser humano representa un aumento en la suma total de utilidades, aunque signifique una disminución de utilidades en seres humanos restantes. Si se habla de utilitarismo, habrá que confinarlo a la maximización y optimización de bienes para cada individuo de la comunidad sin que nadie tenga que sacrificarse por un «monstruo» que probablemente nunca quedará saciado.

Ni el consecuencialismo ni el utilitarismo tienen siempre buena prensa, pero ello se debe en buena parte a que se extreman sus fallos. Del utilitarismo se ha dicho que fracasa, por ejemplo, en un caso mayúsculo: si se ejecuta a una persona que se sabe que es inocente con el propósito de disminuir el índice de criminalidad, se admite que un fin a todas luces loable puede justificarse con el empleo de un medio a todas luces repelente. ¿Habrá que concluir entonces que los medios justifican los fines? Si esto es lo que el utilitario proclama, o presupone, parece que hay que abandonar por completo toda idea de utilidad.

Para empezar, sin embargo, no es del todo claro que haya, en casos como el indicado, y posiblemente en muchos otros, una distinción tajante entre medios y fines. La ejecución de una persona reputada inocente es el término de un acto, o de una serie de actos, que son efectivamente medios y, como tales, son moralmente neutrales. Disparar un fusil es un medio, entre otros posibles, de acabar con una persona humana, y esto —acabar con la persona— es el fin del acto de disparar el fusil. ¿Es la ejecución de una persona humana reputada inocente a su vez sólo un medio —por ejemplo, el medio para evitar un aumento en el índice de criminalidad?

Si recurrimos a un cálculo utilitario un poco grueso, así efectivamente sucede. Puesto que, según las premisas, ejecutar a una persona reputada inocente es un mal, pero un mal menor que evita (supuestamente) el mal mayor de aumentar el índice de criminalidad, parece entonces que el mal menor deba ser promovido o aceptado para eliminar el mal mayor, y parece, además, que entre dos males, uno menor y otro mayor, el menor va a resultar, por comparación, algo así como un bien.

Es difícil pensar que alguien mantenga que ejecutar a una persona reputada inocente sea ninguna especie de bien, de suerte que a lo más que se llega al respecto es a seguirlo considerando como un mal menor. Aun así, la ofensa consistente en ejecutar a una persona reputada inocente es demasiado patente para que se deje pasar sin protestas.

Con el fin de salir de este embrollo, se nos ofrecen varias alternativas.

Una de ellas es la de negarse a ser un utilitario a toda costa. En verdad, se puede inclusive rechazar ser únicamente un utilitario, aun si refinamos y cualificamos las posiciones que éste adopte. En cuestiones como las que nos vienen ocupando, no hay posiblemente ninguna teoría ética que pueda considerarse como inatacable e intachable. Lo razonable más bien es examinar qué hay de aprovechable en cada teoría ética.

Otra alternativa es poner seriamente en duda que ejecutar a una persona reputada inocente sea simplemente emplear un medio para alcanzar un fin. En verdad, es llevar a cabo un fin, y si consideramos que este fin es injusto, será perfectamente comprensible que abriguemos dudas acerca de cualquier cálculo que incluya, como uno de sus elementos, algún fin, o algún acto, injustos. Si el utilitario, en cualquiera de sus versiones, llegara a la conclusión de que es legítimo cometer un acto que él mismo considera injusto, entonces habría sobradas razones para no seguirle por este camino.

Finalmente, en el caso mencionado o, mejor dicho, en la conclusión que, de acuerdo un crudo utilitarismo alcanzamos, no se tiene en cuenta una diferencia importante. Una cierta persona -la que ejecuta, o hace ejecutar, que para el caso es casi lo mismo, a alguien reputado inocente- comete un acto injusto, pero son otras personas las que, a consecuencia de la «lección» dada en la ejecución, se abstienen de cometer actos injustos. Estas otras personas, los presuntos criminales, hacen algo así como «amenazar» con cometer actos injustos a menos que alguien cometa, a su vez, un acto injusto, aunque sea un solo acto, o sea «menor» en comparación con varios otros posibles actos que terminan en la muerte de más de una sola persona. Pero el que otros vayan a causar daño no es razón suficiente para que nostros lo causemos. Ello no quiere decir que aquietemos nuestra «conciencia moral» lavándonos las manos. El abstenernos de ejecutar a una persona reputada inocente no nos exime de preocuparnos de las posibles ingratas consecuencias de este acto o, más propiamente, de esta omisión. No podemos, o «no debemos», decirnos, ante las amenazas de presuntos asesinos, «allá ellos», o aferrarnos a la idea de que ciertos efectos no queridos, no son causados por nuestros actos o por nuestra abstención de actuar. Al mismo tiempo, se nos hace duro pensar que si cometemos un acto que juzgamos injusto, este acto va a ser «menos injusto» si con él evitamos que se cometan actos que van a resultar, caso de cometerse, «más injustos». Si causar un daño es considerado injusto, el único modo de que deje de ser injusto es no causarlo.

Por fortuna, el problema planteado es menos desesperado de lo que parece a primera vista si tenemos en cuenta otros factores, que hasta ahora habíamos descartado artificialmente.

En primer lugar, no sabemos si ejecutando a una persona inocente (y, si nos oponemos a la pena de muerte, ejecutando a cualquier persona) evitaremos o no una ola de criminalidad. Hay otras maneras de evitar olas de criminalidad, tales como castigar a personas efectivamente culpables de crímenes o, en una forma que da la impresión de ser menos directa, pero que seguramente resulta más eficaz, introduciendo reformas en la sociedad de modo que se reduzca al mínimo el número de presuntos criminales. Por tanto, no es seguro que lo que se ha llamado (mal llamado) un medio justifique sin más un fin, por la razón de que no sabemos si se alcanzará o no el fin propuesto, o no sabemos si no habría otro modo más aceptable de alcanzarlo.

En segundo lugar, al ejecutar a una persona inocente hacemos otras cosas además de aspirar a reducir, sin ni siquiera saber si lo conseguiremos, el índice de criminalidad. Una de las cosas que hacemos es, por supuesto, cometer un acto que consideramos injusto. ¿Por qué no pensar que cometer actos injustos puede sentar las bases para que se cometan ulteriores actos injustos, creándose de este modo un clima de injusticia? ¿Es la creación de un clima de injusticia preferible a la posible disminución del índice de criminalidad? Me parece dudoso. Aunque no se pueda saber tampoco con seguridad si se va a crear o no un clima de injusticia, es tan probable que la creación de este clima contribuya al aumento del índice de criminalidad como cometer una “injusticia” que contribuya supuestamente a su disminución. En rigor, es bastante probable que ejecutar a personas inocentes sea más perjudicial que beneficioso. Si se emprende ese camino, nadie estará seguro de si va a ser o no ejecutado algún día independientemente de si comete o no crímenes, de modo que no le resultará nada beneficioso abstenerse de cometer un crimen: al fin y al cabo, podría ser ejecutado aunque no lo hubiese cometido.

Hay así varias razones por las que ejecutar a una persona inocente y, en general, cometer un acto que se estima injusto, sea inadmisible. Una es que ninguna injusticia - específicamente, ninguna injusticia posible--se remedia causando otra -esta otra, real-. Otra razón son posibles consecuencias perjudiciales. Desde este punto de vista, el consecuencialismo no resulta tan impío o repugnante como les parece a algunos. En rigor, el consecuencialismo lleva a resultados inaceptables cuando se persigue una sola y única línea de posibles consecuencias.

Una de las razones que hacen sospechosos los razonamientos de factura consecuencialista es que en muchos casos la norma que se emplea o el juicio que se pronuncia corresponden a ciertas «intuiciones básicas» que tenemos respecto a ciertas cosas asimismo básicas, las cuales no parecen tener que ser afectadas por las consecuencias. Resolvería las cosas poder afirmar que hay una «facultad moral» o un a priori emotivo, y no digamos que podemos consultar, cuando el caso lo requiera, nuestro sistema hipotalámico-límbico. Por desgracia, no podemos anclar tales «intuiciones básicas» en algún fundamento supuestamente inconmovible -el propio sistema hipotalámico-límbico, que sería el más firme, puede estar sometido a presiones evolucionarias-. Lo único que podemos hacer es reconocer lealmente que en todas las disputas éticas alientan acuerdos fundamentales; salvo en casos «patológicos», todo el mundo está de acuerdo en que matar por matar, torturar por torturar, etc., son cosas inadmisibles -pero el «etcétera» es una lista bastante corta; no vayamos ahora a agregarle cosas como «no desear a la mujer del prójimo»-. En todo caso, cuando una de las aludidas «intuiciones básicas» es minada por alguna teoría, nos preguntamos inmediatamente si la teoría es acertada. Es cierto que a veces las «intuiciones básicas» de referencia empiezan a desenfocarse, pero ello ocurre cuando son usadas para promover ciertos intereses ideológicos. Así, los que proponen una distinción tajante entre actos y consecuencias y los que, al amparo de esta distinción, se valen de la llamada «doctrina del doble efecto» (a que me referiré en el ensayo sobre el aborto, se apoyan en ciertas «intuiciones básicas» y proclaman, a partir de ellas, que quienes juzgan de otro modo tienen, como dicen (o decían) los teólogos de épocas pasadas, y como sigue insistiendo G. E. M. Anscombe, «una mente corrompida» («Modern Moral Philosophy», Philosophy, 33 [1958], pág. 17, cit. por Jonathan Bennett, «Whatever the Consequences» [«Independientemente de las consecuencias»], Analysis, 26, 1966, reimp. en Moral Problems, New York-Evanston-San Francisco-London, 1971, ed. James Rachels, página 49). Pero el consecuencialismo no está tampoco en conflicto con las susodichas «intuiciones básicas»; en rigor, aspira a confirmarlas. En todo caso, cuando se rechaza la mencionada distinción tajante entre actos y consecuencias no es porque se diga «esto es bueno, justo, moral, etc., independientemente de las consecuencias», sino simplemente porque se afirma que «posibles consecuencias, en la medida de lo previsible, deben tenerse en cuenta antes de poder confirmar que esto es tan bueno, justo, moral, etc., como se presumía». El tener en cuenta las consecuencias lleva aneja la ventaja de poner en estrecha relación los medios con los fines, sea por considerar los primeros como elemento integrante de los últimos, o bien por considerarlos asimismo como una clase de fines. Paradójicamente, los partidarios de la distinción a rajatabla entre actos y consecuencias separan los medios de los fines, o separan enteramente unos fines de otros, de modo que quedan definitivamente atados por un fin por el cual optan independientemente de los otros fines que puedan resultar de un acto.

Volvamos al llamado «utilitarismo». Ninguna versión del mismo y, a fortiori, la versión más primitiva -en el tiempo y en el concepto- es inmune a críticas. No sólo desde el punto de vista de todas las formas de deontologismo -y no digamos de absolutismo- y desde el punto de vista, opuesto, de un situacionismo radical, sino también desde el punto de vista según el cual, a fuerza de ser «indiferentista» y «universalista» se pierden de vista los caracteres concretos y específicos de las relaciones interpersonales, o lo que Nicholas Rescher ha llamado «afectos vicarios» (Unselfishness: The Role of the Vicarious Affects in Moral Philosophy and Social Theory [El desinterés. El papel de los afectos vicarios en, filosofía moral y en la teoría social], Pittsburgh, 1975, págs. 70-97), como la «simpatía», o la «antipatía» en tanto que «utilidades de segundo orden». Es posible que en todos estos casos los nombres 'utilitarismo' y 'utilidad' hayan sido tomados en tan amplios sentidos que sea mejor echarlos por la borda. Un utilitario no dogmático no debería tener demasiados escrúpulos al respecto. Al fin y al cabo, una de las cosas ingratas que pueden ocurrirle a un filósofo es caer prisionero de un 'ismo' -a diferencia de moverse, libre y desembarazadamente, entre una pluralidad de ellos.

Sigamos este camino y tratemos de ver si el utilitarismo, desembarazado de dogmatismo, y acompañado de algunos otros 'ismos', puede prestar servicio.

De momento, no lo parece. La misma palabra 'utilidad' tiene un aire sospechoso, y cuando se habla de establecer cálculos de cualquier clase, las dificultades suben al punto. Los cálculos que se efectúan para maximizar y optimizar son simples en el caso de una sola variable, ella misma cuantificable (como la fabricación de automóviles); son más complejos en el caso de diversas variables, aunque cada una de ellas sea cuantificable (como la fabricación de automóviles, la producción de acero, el consumo de combustible); resultan enormemente complicados en el caso de muchas variables, algunas de las cuales son objetos de diversas cuantificaciones (como el número de enfermos, el número de médicos, el coste de los servicios médicos, el coste de los servicios hospitalarios, etc.); parecen de imposible realización cuando el número de variables es muy grande y las variables no son fácilmente comparables entre si y son cuantificables de modos diversos como los índices que dan por resultado el producto nacional bruto, o inclusive los que forman el llamado «cociente de inteligencia»); dan la impresión de ser absurdos cuando, aun si hay una sola variable, ésta de tal índole que la cuantificación de sus ingredientes incluye no sólo ciertas cantidades, sino también la reacción de múltiples sujetos ante ellas (como ocurre con «la felicidad» o «el bienestar»).

Aun así, puede darse un voto de confianza a los esfuerzos que se llevan a cabo para llegar a ciertas conclusiones derivadas de maximizar y optimizar las aludidas «absurdas» variables, ya que sin este voto de confianza se abandonarían todos los trabajos al respecto para descansar en un vago «sentido común». Ello no quiere decir que para maximizar y optimizar cosas como la buena salud, el bienestar, la independencia, el respeto mutuo, la benevolencia y, en general, las llamadas «cualidades de vida», haya que aguardar a que se establezcan definitivamente los cálculos que se juzgan más deseables. Es perfectamente adecuado proceder, como se hace en el juego de ajedrez, a cálculos de carácter heurístico, los cuales consisten grosso modo en «quemar las etapas» con el fin de llegar a resultados que en muchos casos son bastante satisfactorios. Un cálculo de carácter heurístico es lo más aproximado posible al ejercicio de la racionalidad prudencial, la cual tiene en cuenta multitud de datos, así como, en muchos casos, multitud de experiencias. Los resultados de semejante ejercicio no tienen la precisión de los cálculos no heurísticos, pero en la práctica equivalen a ellos.

No es menester ser, pues, un utilitario sin tacha (caso que esto tenga algún sentido); basta con cualificar el utilitarismo de modo que se eviten sus consecuencias más chocantes o sus conclusiones más implausibles, y, sobre todo, con combinar el punto de vista utilitario con otros. En este sentido, tiene razón R. M. Hare cuando escribe: « ... se ha discutido a menudo lo que se entiende por 'utilidad', y por frases como 'para lo mejor'... Se considera hoy generalmente que las respuestas en términos de placer y ausencia de dolor, al modo de Bentham y de Mill son demasiado restrictivas. La respuesta breve más fácil consiste en decir que un acto es para lo mejor cuando corresponde al mayor interés de los afectados, tomados en conjunto; y que lo que corresponde al mayor interés de una persona (lo que maximiza su utilidad) es lo que escogería como cosa a tener lugar si recibiera completa información y fuese completamente prudente. Desde el punto de vista utilitario, la moralidad emerge, pues, como una especie de prudencia universalizada (no debería acusarse, como se hace con frecuencia, a los utilitarios de equipararla con la prudencia o conveniencia egoístas). Hay que dar tanto peso a los intereses de todos como la persona prudente lo da a sus propios intereses. La afinidad entre esta máxima y la regla de oro cristiana es obvia» (Encyclopedia of Bioethics, New York-London, ed. Warren T. Reich, vol. IV, 1978, s. v., «Utilitarianism», ad finem). Hare no aclara lo que quiere decir con la frase «regla de oro cristiana». No juzgaré, por tanto, si su comparación es apropiada o no. Pero cabe preguntar si «la regla de oro aristotélica» o, simplemente, «la regla de oro moral» harían alguna diferencia.

Una vez admitido esto, parece muy probable que, dado un sistema de preferencias básicas, éstas sirvan para maximizar y optimizar la satisfacción de las necesidades e intereses de todos y cada uno de los miembros de la especie humana. En tal caso tendremos una noción de ética que mutatis mutandis no resulta incompatible con la afirmación, hecha por ciertos (mal) llamados «intuicionistas», de que una norma o una acción deben ser juzgadas como intrínsecamente justas, o morales, o bien injustas, o inmorales, ceteris paribus. El temido adverbio 'intrínsecamente' corresponde a poco más que a esa indemostrable «intuición básica» sin la cual no hay ética digna de este nombre -una ética sin el menor sentido moral, o con sólo deberes morales, sería una para utópicos agentes morales o para autómatas-. La cláusula ceteris paribus es fundamental, porque admite la consideración atenta de situaciones y de consecuencias, así como alguna forma de «cálculo» utilitario. Admite asimismo prestar seria atención a motivaciones psicológicas para saber si pensamos u obramos, en efecto, moralmente, o si, como algunos moralistas y sobre todo Nietzsche, habían observado y denunciado, actuamos movidos únicamente por la hipocresía o el resentimiento. Desde luego, el citado sentido moral no es un don que nos viene del cielo: nos viene de «la tierra», de nuestra constitución bio-social, y del curso de nuestra experiencia cultural e histórica. Semejante «sentido» sería ciego sin la razón, pero una pura razón práctica sin un sentido moral arraigado en nuestra realidad bio-social y social-cultural sería vacía. Si Kant hubiese recordado, a la hora de escribir su Crítica de la razón práctica, una muy comentada frase suya en la Crítica de la razón pura —«los conceptos sin intuiciones son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas»— acaso hubiese llegado a una noción de «ética» no completamente distinta de la que se propone, o presupone, en esta «Introducción» y en varios de los trabajos que preludia.

«La ética sólo en manos de los filósofos» no es muy buena idea -no es, como diría Aristóteles, cosa muy prudente-. La ética puede y debe, estar también en manos de los biólogos, de los etólogos, de los sociólogos, de los antropólogos, de los economistas, etc.; de hecho, puede y debe, estar en manos de todos, porque todos tenemos intereses en ella. 'Todos' quiere decir la especie humana entera, en comunidad con los otros seres vivientes. Nada menos.