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Capítulo 4: Biografía del Observador

El Observador había permanecido soltero, pero no impenitentemente. Estuvo a punto de casarse dos veces: una, hacia los veintitrés años; otra, cumplidos los treinta y dos. Los dos enlaces se habían deshecho con la misma facilidad con que se habían concertado y por razones inversas. El primero se fue al cuerno porque la novia de turno se había sentido afrentada por la propuesta de acostarse antes de la boda; el segundo, porque el futurible no se había acostado con la novia de buenas a primeras. La común tendencia (entre los hombres) ante estas un tanto chuscas circunstancias, es considerar que las mujeres —así, en general— son bichos muy particulares y, por descontado, incomprensibles -consideración que en esta ocasión parecía sólidamente fundada en el hecho de que la Novia No. 1 resultó ser una ninfomaníaca incurable, mientras que la Novia No. 2 era, o tenía toda la apariencia de ser, una cándida y sosa virgen-. Pero el Observador, que en muchos respectos era una persona corriente y moliente, era en otros un sujeto bastante excepcional, porque no participaba de la muy arraigada costumbre que tienen «los hombres» —especialmente cuando se apiñan bajo el nombre de «los varones», y no digamos «los machos»- a formular juicios sobre «las mujeres» -más generalmente conocidas como «las hembras»-, incluyendo el juicio general que consiste en declarar que las mujeres, o las hembras, son seres muy particulares. «Las mujeres», como «los hombres», son, rumiaba el Observador, de muy diversos pelajes y condiciones, según los lugares, los tiempos. y las circunstancias; un humorista lo había expresado al pelo con una caricatura en la que aparecían dos mujeres tendidas sobre sendas mesas al cuidado de sendas masajistas: una era desbordante y bastante informe, y a lo que más se parecía era a un saco de patatas; la otra era delgada y esbelta como una palmera o un junco. Al pie de la caricatura se estampaba una frase que podían haber proferido ambas mujeres, pero que presumiblemente había endilgado la obesa: «Nosotras, las mujeres, estamos todas cortadas por el mismo patrón». La intención de la frase era, claro, muy otra que la que saltaba a la vista: a despecho de notorias diferenciasen peso y volumen -venía a decir-, «nosotras, las mujeres» somos iguales con respecto a nuestro trato con «los hombres». 0, como dirían las feministas muy luego, somos todas, corpulentas o escuálidas, objetos sexuales para los varones: «Mujeres de todos los países, uníos». Pero la caricatura, no por azar obra de un macho, ponía más bien de relieve que, como habría acaso dicho el tío Al, no había prima facie mucho de común entre ambas hembras. Toda generalización sobre « las mujeres », masticaba nuestro héroe, se ve continuamente desmentida por su enorme, extravagante, casi perversa diversidad. Prohibido, pues, hablar de «las mujeres», como si fuesen un ingente rebaño. Si las mujeres son iguales, lo son al mismo título que «los hombres», punto. ¿Habría sido el Observador un feminista avant la lettre?

Más bien lo que llegó a ser oportunamente con todas sus consecuencias: el único habitante de un miradero subterráneo. Esto le llevó a destacar las diferencias más bien que las similaridades. A lo más que llegó al respecto fue a formular un juicio que aspiraba a comprender a cierta clase de mujeres en su sociedad, lugar y época: la novia número 1 y la novia número 2 obraron en las formas contradictorias reseñadas no porque «las mujeres» fuesen entes extraños e ilógicos, sino porque la clase en cuestión abarcaba un número considerable de individuas que exhibían dos rasgos sólo superficialmente opuestos: el querer ser a la vez deseadas y, en el vocabulario de aquel tiempo, «respetadas» Deseo bastante difícil de cumplir por entero, de modo que el Observador cumplió sólo con la mitad de él, y no fue la buena mitad.

Las razones del celibato oficial del Observador no residían sólo en la aparentemente confictiva naturaleza de las dos prometidas de marras. El Observador no se oponía, en principio, a la vida matrimonial, e inclusive había confeccionado en cada caso planes detallados con vistas a ella, pero algo debían de notar en él sus presuntas esposas que terminaran por abandonar la empresa sin que hubiese mediado rompimiento definitivo, antes más bien postergaciones para las cuales se encontraban siempre excusas: que si tal pariente es un carcamal, que si los pisos están ahora demasiado caros, que si todos esos preparativos van siendo cada vez más fomes, que si no hay que precipitarse. «Me estoy preguntando si toma realmente en serio el asunto». Hay ciertos seres que parecen predestinados a ser maridos, buenos o malos. El Observador no parecía ser uno de esos predestinados, aun si había abundantes razones para suponer que, de convertirse en marido, no habría sido peor que muchos otros de esta cuerda.

El matrimonio no es necesariamente incompatible con la variedad sexual, y hasta puede contribuir a ella. De hecho, sólo dentro del matrimonio cabe experimentar la infidelidad con todas las de la ley, y sólo dentro de él se hacen posibles los tan traídos y llevados intercambios concertados de cónyuges. Quand méme, el celibato, por lo menos dentro de ciertos límites de edad y condición, suele ofrecer un campo más vasto para tal variedad, especialmente -aunque, desde el punto de vista femenino, harto injustamente- para los tan cacareados varones. El Observador no fue un célibe impenitente, pero tampoco un impenitente faldero. Salvo en los momentos apropiados, no fue un maniático encoñado. La obsesión sexual que rezumaba por los poros de algunos de sus compañeros de trabajo le parecía más bien infantil, como la expresión más o menos freudiana de un estado de represión permanente. Sentía, sobre todo, muy escasa simpatía por, si no una decidida aversión hacia, la muy extendida monótona verbalización sexual: la cháchara sobre hembras y sus atributos fisiológicos; los alardes don juanistas; los juegos de palabras con repiques de dobles sentidos. Era una de las razones por las que no se pirraba, como tantos, por la literatura pornográfica. No es que le ofendiera en absoluto; no se le habría ocurrido nunca que debiera prohibirse; cuando, hacia los años cincuenta y sesenta comenzó a proliferar lo que, para abreviar, se llamó «porno» estuvo en favor decidido de que circulara sin trabas, sin poner coto de ninguna clase a esta próspera industria. Mejor en la superficie que en el subsuelo, con esa repugnante mezcla de sentimiento de pecado y de mercado negro que durante largo tiempo había imperado. Personalmente, sin embargo, sentía muy poca inclinación a encandilarse por la carne hecha verbo o imagen, y hasta por la carne visible en el curso de los espectáculos con actos sexuales «en directo». Encontraba en todo ello una especie de difusa tristeza, de depresión verbalizada y encarnada. Si el sexo merecía la pena era sólo en cuanto que se manifestaba espontánea, alegre e inclusive irónicamente. Se explica entonces que del general desapego del Observador respecto a la literatura pornográfica se salvaran unas cuantas muestras. No necesariamente en virtud de su tan discutido mérito artístico, como en el hartamente litigado caso del. amante de Lady Chatterley. Al Observador le seducían muy poco las espesas digresiones pseudo-metafísicas donde la palabra «sexo» aparecía como en mayúscula. Tampoco a causa de su decadente exquisitez, como en el caso de la «Historia de 0». Henry Miller, más directo a despecho (tal vez por mor) de ingenuo machismo de los años veinte le resultaba algo menos gravoso. Pero sobre todo prefería ciertas obras menos conocidas, aunque no tan poco que no hubiesen merecido reimprimirse. Por ejemplo, leía a solaz los titulados, por razones de política editorial, «Placeres y locuras de un libertino borrachón», de Rétif de la Bretonne -un producto de fines del siglo XVIII en el que chispeaban todas las virtudes y todas las desfachateces de la «Ilustración»-. El libro, publicado en el mes de Floreal, del año II, era una especie de manual sexual que parecía confeccionado con el propósito de hacer papilla toda clase de obsesiones sexuales. Esto puede sonar a extravagante, porque los susodichos «Placeres y locuras» son una traca sexual sin fin. Los personajes que circulan en esta novelita- tratado no paran un sólo momento en sus contorsiones y retorcimientos, resollidos y palpitaciones, jadeos y espasmos. Ahí están todos: vecinos y vecinas, hermanos y hermanas, hijas, hijos, padres, madres, cuñados, vírgenes, meretrices, menores de edad, frailes, monjas -todos con sus atributos sexuales proyectados a gran escala y en constante exhibición y ejercicio. Ahí están todas posiciones y posturas, con las solas limitaciones impuestas por estrictas posibilidades físicas; todos los orificios penetrables, y algunos casi impenetrables. Ahí saltan, brincan, retozan, pingan y cabrean en procesiones interminables, se zambullen en medio de barrocas pilas. Los acoplamientos tienen lugar muchas veces sin que importe el quién, el cómo, el cuándo y el cuánto.

Todas las partes correspondientes se nombran por sus nombres. Etcétera, etcétera. Pero, ¿qué ocurre con esos «Placeres y locuras» que los hacía, a los ojos del Observador, tan distintos de la generalmente deprimente literatura pornográfica? El autor de la obrilla no iba desencaminado al titularla «La Anti-Justina» y en proclamar, entre otras, la intención de avisar a los obstinados gozadores contra todos los «excesos delirantes». «La Anti-Justina -escribió Rétif de la Bretonne- no está menos ricamente sazonada, no es menos ambiciosa en sus situaciones que la novela de Sade, pero está completamente desprovista de todo barbarismo». Nada de indigesta metafísica sexual; ahí va la lujuria, y hasta la obscenidad, capeando sin perder un solo instante su rostro risueño, cosquilleante, desenfadado. Más que suscitar la lascivia, promueve el regocijo. Es el sexo sin tristeza, el sexo sin sentimiento de culpabilidad, el sexo sin crueldad, el sexo sin ambiciones políticas, el sexo sin plomo. El sexo sin inconsciente, y hasta sin subconsciente. El Observador se preguntaba qué tenía que ver esa lujuriante y jocosa sexualidad con la que se anuncia en los escaparates de tiendas «para adultos», envuelta en siniestras luces parpadeantes, desplegada a lo largo de estanterías enmarcadas por luces de neón cadavéricas. De alguna manera era lo mismo, y de alguna manera era algo enteramente distinto. Se había propuesto alguna vez distinguir entre obscenidad, o pornografía, y erotismo, pero la verdad es que «Los placeres y locuras de un libertino borrachón» no era ninguna de esas cosas. No era tampoco una forma setecentista de la cargante filosofía del fundador de la más célebre de las revistas contemporáneas «para hombres». Era acaso sólo una ráfaga de un siglo que había engendrado el libertinaje sin demasiados reconcomios.

Es muy posible que los dos proyectados enlaces matrimoniales del Observador se hubiesen desconcertado porque las futuribles esposas habían notado en su prometido cierta ausencia de ese espíritu de romántica seriedad que, en apropiadas dosis, hace los conciertos matrimoniales, si no indisolubles, cuando menos apetecibles. Si así fue, se habían equivocado, porque el Observador hubiera podido, de haber mediado otras circumstancias, o de haber sido sus prometidas menos aprensivas, convertirse en marido ejemplar, y hasta en monógamos sin tacha. Tanto respecto al sexo como al mundo en general, el Observador abrigaba una filosofía simplicísima: si hay, bien, si no, también. Todo, o casi, era para él deseable; nada era indispensable. Una actitud o regla de vida, poco adecuada para inspirar gran confianza.

Los azares habían llevado al Observador a ser depositario de una relativamente extensa y variada gama de experiencias sexuales. En su primera juventud, y en una época y ambiente un tanto represivos para casi todas las clases sociales, salvo las muy, muy altas, o las muy, muy bajas, la iniciación sexual estaba casi siempre a cargo de profesionales.. El Observador recordaba muy bien la distante y ahora anticuada escena: el compañero algo mayor en años, o en precocidad; el farol vagamente veneciano sobre el cancel de la puerta, oscilando al ritmo de la brisa; el salón con el bar al fondo y los divanes en torno; la pareja cuchicheando en un rincón; las bebidas servidas sobre mesas chatas; las pupilas de varia edad, condición y prestancia; la conversación a empellones con las dos chicas -pelirroja, morena- que se arrimaron a los dos imberbes con la naturalidad de la costumbre; las adivinadas confidencias de las chicas con el amigo; las risas tan inexplicadas como explicables; el gesto decidido de la pelirroja, tomándolo por el brazo; la escalerilla en caracol, tan parecida a la que ahora unía el sótano de su casa con la planta baja y el primer piso: el cuarto levemente irregular con el armario monumental; los gestos rituales; las no menos rituales preguntas; todas las escenas del primer acto; el “Me voy a arreglar; te veo abajo”; el descenso por la escalerilla; el pedazo de sofá, ahora vacío; la breve espera, sentado, con el vaso, de aguardiente, o vodka, algo claro y recio, en la mano; el sentimiento de que, como casi todos los de su especie, el Post coitum animal tristatur -¿o es que será Post coitum animal triste est?- es un latinajo bastante discutible; el regreso de la pelirroja, del compañero y de su morena; las adicionales bebidas de rigor; la cháchara descosida, con anécdotas, silencios, risas, referencias a «la vida». El Observador repitió sus visitas al establecimiento con el farol vagamente veneciano, a menudo en calidad de simple huésped, consumiendo a medias las bebidas que regularmente se servían, se retiraban, y se volvían a servir, sobre la chata mesa, pero siempre en conversación animada. Acaso por eso no entendió nunca del todo por qué la palabra «prostibulario» evoca tan ingratas resonancias. El Observador sabía perfectamente bien que en no pocos casos las mozas del oficio lo pasan bastante mal, aterrorizadas por clientes sin escrúpulos o por leyes sin alma, luchando contra la miseria que se va estrechando en torno a ellas como un cerco, forzadas a buscar sueños de esplendor en los estupefacientes, sólo defendidas, aunque a la vez explotadas, por su alcahuete del alma, pero su propia experiencia le proporcionó una imagen menos piojosa de la vida prostibularia- Las pupilas del primer establecimiento, y otras que fue conociendo, tanto en ambientes un tanto sórdidos como en pisos recargados de molduras y damascos, le parecieron criaturas singularmente interesantes. Las sartas de mentiras que urdían sobre sus vidas, y las vidas de otras personas, las narraban con una sinceridad de novelista; la realidad no contaba ni más ni menos que la ficción. A menudo barajaban las más crudas descripciones sexuales con las más románticas escapatorias. Cuando, para solaz de los clientes, fingían el placer, lo hacían como buenas actrices, sin preocuparse gran cosa de si era real o simulado. El sexo no era para ellas una obsesión, sino un hecho; la menstruación, algo así como un resfriado enojoso, que le impide a una cumplir con sus obligaciones; los medios anticoncepcionales, una rama técnica; el aborto, un accidente. No eran ni mucho menos inmunes a cariños o a amores; de hecho, eran, por necesidad de compensación, víctimas especialmente propicias a todo despliegue de ternura. La experiencia del Observador con profesionales no había sido, por otro lado, muy vasta. Se había limitado a las que llevaban una vida de relativa reclusión en establecimientos periódicamente prohibidos por la ley y permanentemente tolerados, por lo común a base de sobornos, por los encargados de cumplirla. Se había preguntado en ocasiones qué ocurre con las otras especies menos confinadas, que ejercen su comercio en los bares, o requieren a los paseantes en las calles, y hasta desde las ventanillas de los coches, pero sospechaba que abrigaban similares sentimientos respecto al sexo y al amor, aun manifestados bajo forma de transacciones comerciales. De todo ello había inferido el Observador que aunque el amor y el sexo son perfectamente compatibles, no están indisolublemente unidos: cada uno tiene sus problemas, misterios y recovecos; cada uno es objeto posible de distintas series de observaciones.

Las experiencias sexuales más importantes en la vida del Observador, fuesen puras o, paradójicamente, impuras, es decir, mezcladas con otros diversos ingredientes -cariño, afecto, desilusión, celos- tuvieron lugar fuera del área profesional, y fueron lo suficientemente variadas para confirmar lo que se llamó su «diferentismo». Consideremos a Wanda, su compañera de estudios en algunos de los cursos comunes a la Escuela de Archiveros, donde él estaba matriculado, y a la Escuela de Administración Pública, de la que ella era, como decía, guiñando malévolamente un ojo, la secretaria principal del Decano, «una aventajada alumna». Wanda era, en realidad, lo que por entonces se entendía como «una mujer libre» o «una chica liberada» -lo que para muchos bastaba, y hasta sobraba-; abiertamente, no se escandalizaba de las relaciones sexuales prematrimoniales, y en secreto no se escandalizaba tampoco de las relaciones sexuales postmatrimoniales. Lo que más la calificaba de «libre», o «liberada», era no sólo la práctica -en su caso, restringida a la zona prematrimonial-, sino también, e inclusive sobre todo, la teoría. Tener relaciones sexuales prematrimoniales, postmatrimoniales, y no digamos equimatrimoniales, era cosa que, a la sazón, se podía hacer, pero que resultaba escandaloso y, en todo caso, imprudente, decir. Llegaría un día en que el liberacionismo femenino iba a tomar muy distinto rumbo, en que algunas de sus secuaces expresarían cierta hostilidad hacia las relaciones sexuales en general, y hacia las heterosexuales en particular, de modo que terminarían por alegar que la liberación sexual de la que Wanda hacía gala era una forma sutil de esclavitud femenina inventada por los varones que, por resultarles imposible continuar con su secular régimen de propiedad de las hembras, las encandilaban ahora con el anzuelo del hedonismo. Wanda no alcanzó a ese día porque murió relativamente temprano, en uno de tantos estúpidos accidentes de la circulación, de suerte que no se sabe qué sentimientos o reflexiones el neoliberacionismo habría suscitado en ella. Pueden imaginarse varios, todos ellos compatibles con su temperamento: «las feministas radicales tienen toda la razón del mundo, y ahora me doy cuenta de que “todo aquello” fue un señuelo del que, se aprovechaban unos cuantos listos»; «esas feministas tienen el mismo caletre que las viejas comadres, o que las jóvenes feas envidiosas o que las beatas de cualquier edad y especie que me descueraban a mis espaldas y algunas veces, cuando tenían bastantes, ¿pero qué palabra voy a usar ahora para no parecer machista?, cara a cara»; «no entiendo absolutamente nada del mundo».

Lo que especialmente le atrajo al Observador en Wanda no era que, por ser más «liberada», fuese más «accesible»; era más bien su atrevida unión de la teoría con la práctica. Wanda correspondió prestamente al interés mostrado por el Observador, en quien notó de inmediato una dosis muy reducida, casi nula, del luego tan paloteado y peloteado «machismo». Nada de artilugios y coqueteos, sino el franco, directo, articulando -cada-palabra, «Hoy vamos a acostarnos a ver qué pasa». «A ver qué pasa» no le pareció muy claro o, en la medida en que podía ser claro, no le pareció muy llamativo al Observador. Mucha gente no se da hoy cuenta de que la libertad sexual que irrumpió, como un río que de repente desborda todos los cauces, a fines de los años cincuenta, y en particular desde comienzos de los años sesenta, se debió en gran parte a la seguridad que proporcionó el uso de la célebre píldora que, hasta que se empezó a hurgar en sus posibles efectos secundarios -cáncer, gordura o, para colmo, ambas cosas a un tiempo-, disolvió las, angustias de posibles embarazos. Las precauciones en la edad pre-pildórica -duchas vaginales, preservativos masculinos, observación de ciclos menstruales- no eran muy de fiar, y de las posibles alternativas, una -el coito interrumpido- resultaba bastante grotesca; y la otra -el aborto- era difícil, peligrosa, traumática o simplemente demasiado cara. «A ver qué pasa» por aquellos tiempos podía querer decir algo distinto de lo que decía. Por qué Wanda vivía tan confiada, el Observador no lo supo nunca y se abstuvo de pedir explicaciones. La verdad es que Wanda parecía, no impregnable, pero sí impreñable, y no porque se la viera, o se supiera que estaba, atenta a evitar los embarazos a despecho de su relativa promiscuidad -¿o no sería justamente (una idea que circulaba a veces para explicar lo inexplicable) a causa de ella?-. En cualquier caso, los temores al respecto del Observador -de los cuales se arrepentía periódicamente, como un confesante y comulgante ordinario- no tenían el menor fundamento, y hasta lo avergonzaron un día en que Wanda encontró en el cuarto de baño un preservativo, por lo demás no usado. «Los hombres sois unos cochinos», le dijo Wanda riendo, al tiempo que se ponía a comparar esas cómicas salchichas con, y parecía letra de tango, «penes que dan pena», y a relacionarlas con esas «ayudas sexuales» que se expiden en los tugurios en que se almacenan las revistas y las películas pornográficas. El Observador, todavía no enteramente acostumbrado a la tendencia de Wanda a usar el lenguaje como un paso más en el juego sexual, tuvo uno de sus infrecuentes ataques del espíritu de seriedad, y le puso de manifiesto a Wanda, primero, que el preservativo no era suyo, y que no le interesaba saber de quién fuese, y segundo que había mucho que hablar de ese asunto de las «ayudas sexuales», y tras ello se embarcó en un rollo sobre la sabiduría sexual del Oriente que como en tantas otras cosas se ha anticipado al Occidente, y luego sobre las bases médicas y psicológicas de tales ayudas, a cuyo efecto recabó en su memoria un sesudo y ponderoso artículo que había leído hacía poco tiempo en una revista, firmado al alimón por un psiquiatra y un urólogo, sobre, ¿o es que se titulaba de otro modo?, «la naturalidad de la innaturalidad». El artículo versaba, entre otras cosas, sobre la naturaleza, causas y efectos de la impotencia masculina, temporal o crónica, y sostenía que la impotencia tiene a veces causas fisiológicas perfectamente especificables (como en algunos casos de diabetes aguda) y a veces causas psicológicas o mentales; se dice que es difícil diagnosticar las causas, pero no es verdad; durante la noche tienen lugar erecciones espontáneas, una, dos o tres, según y cómo, y si se pudiera, y claro que debe de haber algún modo de hacerlo, si se pudiera verificar que tienen lugar estas erecciones, acompañadas de emisiones o no, entonces si en estado de vigilia el que los doctores llaman «el sujeto» manifiesta impotencia sexual las causas no pueden ser evidentemente fisiológicas y tienen que ser mentales; pero, ¿y por qué digo todo eso?; ¡ah sí! El urólogo había inventado un ingenioso dispositivo que permitía al sujeto tener una erección, no recuerdo cómo era, pero era la cosa más sencilla del mundo; no me dirás que eso no es una ayuda sexual; bueno sí, pero eso no es como esas otras cochinadas, esa mugre de los preservativos enrollados que luego cuelgan como pingajos; no veo diferencia, la verdad; realmente, decía Wanda al final, casi doblándose de risa, ¿no te das cuenta de que todo eso era una broma?: ahora, lo que es cochinos, nadie como tu urólogo y tu psiquiatra, ¡qué ocurrencia verificar si los hombres tienen erecciones durante la noche, y no digamos eyaculaciones!, ¿es que lo están viendo en un espejo o levantan las sábanas cuando notan algún movimiento sospechoso?

¡Jugosa Wanda! ¿Qué se habría hecho de ella? ¿Estaría en alguna covachuela administrativa con solo un vago residuo del antiguo fulgor de sus ojos rientes? El Observador la perdió de vista cuando terminaron las respectivas carreras y ella le dijo que se iba de viaje para visitar a una tía gravemente enferma en un pequeño pueblo rodeado de montañas con picos perpetuamente nevados. Después, nada. Ni una llamada telefónica, ni siquiera una postal navideña. ¿Se habría casado y se habría sepultado, ella tan viviente, en un piso rodeado de cretonas? ¿Se habría encuartelado, ella tan libre, en una casa suburbana, con paredes blancas y césped prefabricado? ¿Habría empezado, ella tan impreñable, a poblar el mundo? El Observador no se preguntó nunca si no habría sido víctima de alguna desgracia -un accidente, una enfermedad incurable y galopante-, porque Wanda parecía inmune a esas menudencias. Treinta y tres años después, la recordaba aún, entrelazando, en dosis cambiantes, afecto y nostalgia. Un día le pareció inclusive que surgía en la pantalla de su monitor, cruzándola airosamente, pero ¿cómo podría ser ella? Si lo hubiese sido, no habría podido ser una reproducción exacta de la misma figura- que tres decenios antes hendía el aire con el desenfado del que piensa en cualquier cosa salvo en la muerte. La carne tiene su historia, que se agarra a los músculos y cava inexorablemente sus cuencas bajo los ojos. De sus celadores religiosos había aprendido el Observador que uno de los grandes teólogos de la cristiandad sugirió una edad para la resurrección de la carne, ¿o sería sólo la de los bienaventurados? Creía recordar que era algo así como los treinta y tres años, cuando la juventud aún perdura y un leve punto de madurez se insinúa.

Veintitrés años tenía el Observador cuando inició su -¿qué nombre darle: aventura episodio, experiencia?; elijamos uno neutral- experiencia con Wanda. Treinta y tres, justa y precisamente, cuando se topó con Celinda. Cuarenta y tres, cuando se lió con Dorotea-Teodora. La igual distancia entre las fechas era un mero azar, aunque en lo que toca a nuestro -¿cómo llamarlo: héroe otra vez, protagonista, personaje?; elijamos uno asimismo inocuo y neutral- sujeto, los azares tienen un aspecto sospechoso y parecen prefabricados para uso de novelistas aficionados a las cábalas. Las diferencias entre estas tres experiencias se debían en parte al hecho de que cada una de ellas tuvo lugar en momentos bien perfilados en las -¿cómo las llamaremos: edades, estadios, etapas? elijamos un nombre que conviene por igual al mundo lunar y al sublunar- fases en el camino de una vida. Sólo en parte, claro. Tan importantes por lo menos como las condiciones y circunstancias del Observador eran los rasgos de los objetos -o sujetos- de sus experiencias amorosas y sexuales. De todos modos, los treinta y tres años parecían una cifra especialmente adecuada para entablar relación con esa criatura a la vez tímida y apasionada, desprendida y calculadora, transparente e imprevisible, pequeña, morena, sonriente y algo melancólica que respondía al siútico nombre de Celinda.

¿Cómo no se había fijado antes en Celinda? Todo el mundo había reparado en Celinda. En el sexto piso los «Archivos», donde trabajaba sentada frente a la verde pantalla que se inundaba rápidamente de letras y de números correspondientes a innumerables rollos de microfilme, Celinda despedía constantemente efluvios magnéticos, y era el centro de una diaria batalla para ver quién salía con ella para ir donde fuera: a un restaurante, a un cine, al ballet, al jardín botánico, al parque zoológico, al museo de los impresionistas, donde ella quisiera y mandara, y desde cualquiera de estos lugares a lo que algunos, entre guiños y gestos, llamaban «el cielo». «Del cine al cielo; del ballet al cielo». Curiosamente, no todos los que se sentían atraídos por Celinda eran varones; sus efluvios magnéticos alcanzaban también a algunas personas de su propio sexo. Las atenciones que estas personas le prestaban, y las frecuentes recíprocas atenciones de Celinda, habían engendrado rumores que encandilaban aún más a los varones. La verdad es que nadie sabía muy bien a qué atenerse al respecto: ¿sería Celinda, como varios afirmaban rotundamente, una lesbiana? Apenas estas aseveraciones comenzaban a adquirir giros de verosimilitud, Celinda rompía a salir con Salvador y hasta a adoptar posturas de futura novia, hablando de ajuares, muebles y, para que no faltara la salsa picante, sábanas. La cosa parecía decidida y de repente Celinda y Salvador se limitaban a saludarse fría y ceremoniosamente al cruzarse por los pasillos. Celinda iniciaba entonces una etapa en la que se la veía en todas partes con Felicia: almorzaban juntas en la cafetería de la esquina, se agarraban muy juntitas del brazo, cuchicheaban en medio de risitas, partían el fin de semana para jugar al tenis y zambullirse en la piscina de la hacienda campestre que recibía el nombre, a la vez frankensteiniano, escabroso y romántico de «Club de la Medianoche». ¿Se necesitaba más para concluir que sí, que claro, que era evidente? Bueno, argüían varios de los burócratas de ambos sexos, todos ellos apretujados en el mismo sexto piso de las oficinas, cuando «el tema Celinda» saltaba, como ocurría a menudo, en la conversación, lo que pasa es que a esa morenita de pelo lustroso y ojos tentadores le ha dado por seguir la moda, que cada día parece inclinarse más por el lado del bisexualismo. Conclusión que lo explicaba todo de pe a pa, y que venía de perlas cuando, terminada esa íntima amistad con Felicia, Celinda flirteaba con Herminio, y luego con Ezequiel, para pasar, casi sin transición, a trabar lazos que parecían más que amistosos con Isabel, la cual, eso lo sabía todo el mundo, porque la propia interfecta se encargaba de proclamarlo a todos los vientos, pertenecía al género ambiguo, por no decir epiceno. Y aun así, clamaban algunos levantando los brazos al cielo como pidiendo ayuda al todopoderoso, los hay que siguen teniendo dudas y que sostienen a pie y a caballo que las amistades femeninas de las que periódicamente hace gala Celinda son sólo un anzuelo para atraer aún más a los varones -añadiendo, para complicar las cosas, aunque los tales juraban que las simplificaban, que ese anzuelo no está realmente destinado a pescar varones, sean muchos o pocos, o siquiera uno solo, sino únicamente a satisfacer la vanidad insoportable de la tal Cefinda, que se cree una reina, y eso sólo porque tiene un palmito que nadie le niega, aunque, pensándolo bien, no es tampoco cosa del otro mundo, y aun si lo fuera, el palmito no lo es todo-. Este último comentario procedía generalmente de la sección femenina, y salvo para las escasas feministas que comenzaban a incendiar la atmósfera no era tomado muy en serio ni siquiera por las comentaristas.

Si alguien había que se mantenía aparte en esta fábrica de chismes era el Observador, y no porque no estuviera al tanto de ellos, y tampoco, a decir verdad, porque Celinda le dejara completamente frío. Era sólo cuestión de talante: en batallas de este género, y en puridad de todo género, el Observador se mantenía en la reserva. A diferencia de no pocos de sus colegas, que adoptaban ante las mujeres aires de conquistadores invencibles, el Observador extremaba su pulcritud en tratarlas, con una irreprochable mezcla de camaradería igualitaria y de respeto. Fuera por estas razones, que suscitan particular curiosidad en algunas mujeres, no menos que irrepresible rabia en otras; fuera porque el Observador tenía, sin hacer alarde de ello, muy buen parecido, la más acosada de las muchachas en lo que el jefe llamaba pomposamente «comunidad de trabajo» se convirtió un día en acosadora. Una buena tarde, Celinda se acercó al Observador a la salida del trabajo y le preguntó si le apetecería tomar un refresco juntos. Cómo no, respondió hispanoamericanamente el interpelado, por qué no, con mucho gusto, y se fueron los dos, ante la sorpresa de todos, calle abajo hasta alcanzar el salón cursilonamente adjetivado «rosa» donde se servían té con pastas, zumos, cócteles de fácil confección. Celinda pidió una ginebra con tónica, el Observador pidió una ginebra con tónica; qué casualidad, lo mismo; ese salón rosa está muy bien nombrado; fíjate, esa moldura alrededor de la sala y de la próxima, es de color rosado, muy rosado, muy cursi; no sé si es cursi o no, pero da lo mismo, la cursilería está en... El Observador iba a agregar «en el ojo del que mira» pero se dio cuenta: primero, que eso tenía el aire de un insulto gratuito; segundo, que desde cualquier punto de vista que se adoptara Celinda no era nada cursi; tercero, que no importaba un comino que el salón fuese o no cursi, y hasta, qué demonios, que lo fuese o no la propia Celinda, de modo que se paró en mitad de la frase y la continuó con un vago y poco comprometedor «la atmósfera»; «la cursilería está en la atmósfera», reiteró para dejar bien claro que se limitaba a repetir la observación de Celinda, extendiéndola al ambiente del cual formaba parte la rosa moldura circundante. La visita al salón rosa se repitió al día siguiente, y al que siguió a él, y luego se estableció la costumbre de tomar una ginebra con tónica, o un zumo de' tomate, o un café con leche donde fuera siempre que fuese a la salida de la oficina, poco después de las cinco, y luego la costumbre de alargar la sesión, y luego la costumbre de no interrumpirla hasta la mañana, y todo así, a fuerza de costumbre, sin que mediaran invitaciones expresas, de ¡nodo que pensándolo bien era absurdo decir que Celinda sedujo al Observador, o éste a aquélla; seducir es una de las cosas más cursis que pueden suceder, afirmó ella, la misma palabra seducir es tan cursi que hace desternillarse, no, no dijo eso, dijo morirse o reventar, de risa; cómo se le ocurre a nadie usarla; bueno, la hemos usado para concluir que no se debe usar, y esto ya me parece un poco anormal; tú siempre con tus retorcidas maneras de hablar; ¿maneras retorcidas?, hablo más claro que la tónica; quiero decir con esas vueltas que le das a las palabras, hubieras tenido que estudiar para intelectual, y con esa manía de citar cosas que se dicen en las óperas como cuándo; ¿cuándo cómo?; como cuando una vez que dijiste que todos los hombres son así, o son iguales, o así iguales, y te sacaste de la boca a una Mariscala que le decía a un tal Octaviano, creo que Octaviano, «¿cómo todos los hombres?» en, ahora no recuerdo; en «El caballero de la rosa»; bueno, y también cuando dices «quisiera y no quisiera», en otra ópera; es que a mi madre le gustaba cantar ópera y entonces aprendí todas esas frases: wie alle Mánner? y Vorrèi e non vorrèi; a mí me parece una pedantería, ya sé que no lo es, pero bueno lo parece; bueno, a lo mejor lo es, aunque no me lo parece; se me olvidó la llave en la cerradura de la puerta de abajo, voy a buscarla; ¿así, en pelotas?; ¡qué vulgaridad!, ¿por qué no dices, como una vez, y eso lo recuerdo muy bien, se me ha quedado la frase grabada en la memoria, in statu nascendi?; pues porque no significaría lo mismo; vuelvo enseguida; cuidado, que no te violen en la escalera; estoy segura de que si lo hicieran saldrías para mirarlo y tomar notas...

Celinda quería decir sólo algo así como «...y eres tan cochino que en vez de agarrar a mi violador y enviarlo a la policía, te complacerías en ver el espectáculo...» ,agregando, tras unos momentos de silencio en que esperó en vano las protestas del Observador, «todo el mundo sabe que a los hombres les ponen cachondos esas cosas; sois unas mugres». Celinda no se dió cuenta de que al decir «Saldrías a mirarlo y tomarías notas» estaba anticipando y resumiendo, casi caricaturescamente, lo que iba a constituir, años después, la principal ocupación del Observador. El cual, por el momento, parecía ser más bien actor, porque tras partir, desnuda, a buscar la llave, la siguió escaleras abajo hasta llegar al último rellano, que sirvió de sede amorosa: él, sentado, y ella, a horcajadas sobre su erección increíble, las piernas cruzadas detrás, dejándose penetrar gozosamente, jadeando, deteniéndose hábilmente pocos segundos antes del delirio para prolongar el placer, nutriéndolo con caricias casi imperceptibles que se fueron multiplicando e intensificando al ritmo de un acelerado movimiento rotatorio de las caderas que ya no se podía parar, que conducía inexorablemente al frenesí final, «¡Qué rico!», musitó ella, sin sentir apenas las uñas de él clavándose en su deliciosa carne, sin pensar que de repente podía bajar un vecino, o que alguien podría entreabrir la puerta y asomarse para ver qué extravagantes cosas estaban ocurriendo en esa escalera. Esta operación se repitió varias veces, sin que mediara necesariamente el olvido de la llave en la puerta, y sirvió para que cuando estaban en la oficina y alguien soltaba, con otros propósitos, un «subí deprisa la ... » o «me lo encontré en el ... », al oir las palabras que seguían, «escalera» o «rellano», Celinda y el Observador se pusieran a reir, lo que dejaba perplejo al hablante, o daba la impresión de que aquella pareja estaba trastornada. El Observador notaba que un hilo sutil unía a Celinda con Wanda; el mismo hilo que lo iba a llevar hacia Teodora-Dorotea, un hilo hecho con lo que algunos seguramente considerarían una desfachatez completa, pero que, al mirarlo de cerca, se veía que estaba hecho con una arrebatadora, embriagadora, casi lírica inocencia.

Teodora. Dorotea. No se podía imaginar a la una sin pensar en la otra: Teodora-Dorotea, nombres increíbles, seguramente falsos; el Observador no lo pudo averiguar jamás, porque la inseparable pareja le había prohibido meterse en asuntos que no le importaban, ni a él ni a nadie: sólo eran permitidos los encuentros aleatorios, previa urgente y súbita llamada telefónica, en el piso que ocupaba, un piso de soltero, maniáticamente ordenado, en donde asomaban ya las maravillas de la electrónica, los últimos modelos en alta fidelidad, el televisor ante el cual se sentaban los tres, bebiendo vino blanco fresquísimo en altas copas de cristal, hablando de todo menos de cada uno, terminado alguno de sus locos desfogues. El Observador había aceptado sin chistar la prohibición, que le garantizaba esa tentadora doble compañía y le sustraía a las obligaciones que se ceban sobre amistades demasiado firmes o complicadas. Barruntaba que esta aceptación había sido la causa principal de que Teodora-Dorotea lo hubiesen elegido, entre tantos posibles candidatos, de modo que no valía la pena ponerse a averiguar si Teodora se llamaba, en realidad, Juanita o Teresa, y si Dorotea se llamaba Margarita, o Leonor, o Adela. Todo debía parecer tan casual como su primer encuentro, en el ovalado jardín junto al Museo románico, un lugar inverosímil para Teodora-Dorotea, que acaso habían visitado una sola vez, pero tampoco estaba muy seguro de ello; Teodora-Dorotea mantenían celosamente ocultos sus orígenes, sus quehaceres, sus respaldos financieros, sus parientes, sus amigos, sus opiniones. El Observador estaba convencido de que el encuentro no había sido casual, que Teodora-Dorotea le habían seguido los pasos, lo habían estado espiando antes de caer sobre él, como una deleitosa doble ave de presa, para que cerrara el triángulo, y no se habían decidido hasta estar completamente ciertas de que era a su modo poco común, tan distante y hasta ceremonioso en la superficie, tan libre, desenfadado y carente de prejuicios en el fondo, sin compromisos de ninguna especie, sin llamar la atención, sin traicionar secretos, sin hacer preguntas indiscretas, sin darle a las cosas más importancia que la poquísima que tienen, sin hacer pesar sus propios problemas sobre los hombros de sus semejantes, cabal, directo, amable, fiable. Tanto mejor para todos; que cada uno desempeñe su papel y pague el precio que le toca. Un precio nada oneroso: el puro goce con esas dos diosas, diablesas, perras, según como se mire, refinadas hasta la exasperación, capaces de sorberle a uno los sesos si los sesos estuvieran hechos para estas cosas; en el fondo, una suerte endiablada, el sueño de tantos hecho realidad, y de un modo tan simple, sin que uno tenga que hacer nada salvo callarse la boca, no jactarse de una conquista que había sido más bien un rendir las armas, pues la conquista era obra de Teodora-Dorotea, sus buenas razones tendrían, aquella tarde de septiembre, bajo la finísima lluvia, en el ovalado jardín junto al Museo románico, y el Observador se había constituido, con las mayores ganas del mundo, en su prisionero.

Teodora: con su falso, porque debía de ser falso, no podía ser de otra manera, nombre bizantino, su largo pelo castaño que descendía como en movimiento lento hasta rozar el talle, sus ojos también falsamente lánguidos, sus altos pechos alimonados, su cadencia de caderas, los pies descalzos sobre la alfombra crema. Dorotea: ya no se puede saber, o predecir, el color de su pelo, porque se divierte ensayando pelucas, muy de ébano hoy, pelirroja mañana, de un rubio otoñal y desmayado ese fin de semana, con ojos igualmente varios e insospechados, grises, verdes, azules, como si estuviera ensayando el iris, aterradoramente esbelta, demasiado acaso, peligrosamente parecida a las modelos de las revistas de modas, con el pecho plano y hombros hechos para colgar vestidos, hasta que se suelta su primera prenda, la chaqueta del traje sastre, y empiezan a dibujarse formas, y se desabotona la blusa y emergen los pechos, tan alimonados y penetrantes como los de Teodora, y deja caer la falda y bajo las enaguas se adivinan las caderas serpentinas, la tan bien perfilada curva del vientre, y al soltarse la última prenda ya no es menester adivinar nada, porque todo queda como en sombras, arrinconado ante el deslumbramiento del triángulo del sexo, que hace pensar en el otro triángulo, el que van a formar él con Teodora y Dorotea, que ya lo tienen todo armado, todo calculado, midiendo todos los placeres, su cantidad, su cualidad, su relación, su modalidad, hasta alcanzar una perfección que tiene resonancias bizantinas o alejandrinas.

Teodora y Dorotea, inseparables. Inseparables por bien y por mal, porque ahora, súbitamente, después de haber hecho participar al Observador en un largo preludio de escarceos amorosos, le vuelven la espalda, dirigiéndose, enlazadas por las cinturas, hacia el otro lado de la habitación, sentándose en el largo taburete afelpado frente al gran espejo, y empezando a gozarse mutuamente. La primera vez que sucede el Observador se queda, perplejo, inquieto, frustrado, en su rincón de la habitación, pero aprende pronto a sentirse pacientemente disponible, contempla a Teodora-Dorotea que le ofrecen en directo sus finas espaldas, sus arqueadas grupas, pero que a través del espejo le revelan muy prolijamente sus rostros que ya empiezan a chispear, sus encaramados pechos, sus vientres suaves, sus oscuros nidos palpitantes. Dorotea, ceñida por un breve corsé de un blanco rutilante, se deja acariciar por Teodora, que deja caer su interminable cabellera sobre los hombros de su amiga. Con el Observador, más tal que nunca, a sus espaldas, allí dejado como un oportuno aditamento a sus expansiones amorosas, se cruzan los brazos y con las manos se alcanzan los sexos. La mutua masturbación empieza, envuelta en murmullos; él ve bien, ¿o es que sólo los adivina? los dedos hundiéndose entre los rizos, llamando delicadamente, como se dice que sólo las mujeres saben hacer, a las entradas de sus cuevas; ve las caderas rotando regaladamente, melindrosamente, al ritmo de los quejidos que lanzan, para tormento, o delicia, o desesperación, o enfurecimiento del espectador, y que luego prosiguen por su cuenta, ensimismadamente; el placer va subiendo como la lava por el cráter de un volcán, impregnando la habitación de olores de algas y de musgos; por fin, alcanza la superficie, estalla, como un altísimo castillo de fuegos artificiales, una explosión tras otra, en cadena, y Teodora-Dorotea se abrazan impetuosamente, ruedan por el suelo, fundidas en un solo cuerpo que serpentea. ¡Qué humillación y, a la vez, qué delicia! Fiel a la regla no escrita, el Observador se mantiene de pie, inmóvil, entregado al fuego que consume su cuerpo; alocadas fantasmagorías pasan por su mente, que pierde por unos instantes todo lo que tiene de orden, peso y medida; en una de ellas se imagina masturbándose en frente de Teodora-Dorotea, mostrando que se basta a sí mismo, que les hace regalo generoso y libérrimo de sus altos chorros descendiendo sobre los rostros, los senos, los entrelazados muslos. Sí, esa va a ser su venganza. De modo que ahora, contra todas las reglas que ellas habían instituido, él se siente monstruosamente, bestialmente celoso de Teodora, celoso de Dorotea, celoso sobre todo de Teodora-Dorotea. ¡Qué vergüenza! ¡Tanto sexo sin culpa, sexo sin plomo, y ahora nada menos que el plomo de los celos, como en cualquier novelita romántica! El tobillo derecho de Teodora está ceñido por un aro de oro, una esclava, y sobre ésta hay inscritas las iniciales TD; una idéntica esclava, con las iniciales DT ciñe el tobillo izquierdo de Dorotea. TD, DT, sí claro. Teodora-Dorotea, Dorotea-Teodora, una espejeando a la otra en un mundo perfectamente ambidextro. Pero TD, DT pueden querer decir otras cosas: Teresa D, Diana T, Te deseo, Deséote. Dicen indudablemente lo último en esos momentos en que el Observador se siente más que nunca puro objeto sexual, símbolo de todos los agravios recibidos por el eterno femenino, pasivo receptáculo de éxtasis interminables. Teodora se desprende su amiga, alargando los brazos en una lenta, casi interminable despedida; «penetra a Dorotea», dice encaminándose al cuarto de baño. La mira cruzar la habitación, pisando airosamente la alfombra crema, llevándose con ella la mitad de su deseo. Dorotea está ya tendida sobre la cama, hoy con su peluca tan rubia; enroscado en la madeja de su lujuria, el Observador la monta, se desliza sin prisa muy dentro de ella, tan a fondo que tiene la impresión de que le va desplazando los órganos internos, apuntando al corazón; se funde con ella como antes ella se había fundido con Teodora, levanta la mano como para pedir auxilio antes de sumirse en su delirio; Teodora ya está otra vez allí, después de su visita, acaso fingida, al cuarto de baño, ofreciéndose a sus caricias, desempeñando el papel de suplemento para el instante en que él, a vueltas de su deleite, se encandile con la idea de cambiar de pareja, de doblar su gozo, de triplicarlo, multiplicarlo, como si las dos fueran a convertirse en cuatro, en ocho, como si tuvieran las virtudes de las proverbiales cajas chinas, y él se aprestara a descender por la galería sin fin de esta invención imposible. Teodora: allá, en ese ángulo de la ancha cama que sirve de tapiz mágico, lista para recibirlo con el ardor renovado de una segunda visita, bien dentro, bien a fondo, pero también, posiblemente sobre todo, para recibir los jugos de la amiga-amante, la sarta de menudas perlas gelatinosas dulcemente arrolladas en el instrumento, nunca fue el nombre tan apropiado; él ejerce, ya sin celos, el papel de mediador; es como la brisa que acarrea el polen de una flor a otra, el lado que permite formar el triángulo y delinear el área triplemente egoísta donde corre, circula, se revuelve, y retuerce, el placer. Wanda y Celinda parecen ya distantes, fabuladas por la fantasía, pero lo realmente fantástico es esta realidad, el constante, íntimo ayuntamiento de, y con, Teodora-Dorotea, el sueño de un adolescente en tantas noches de verano.