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¿Para qué sirven los filósofos?

¿Para qué sirven los químicos? ¿Para qué sirven los hombres de negocios? ¿Para qué sirven los políticos? A todas estas preguntas, y otras similares, cabe responder de un modo relativamente satisfactorio: cada uno de ellos sirve para algo determinado y se supone, además, que útil y beneficioso -comprender mejor la naturaleza y funciones de ciertas sustancias, lo que puede dar por resultado la invención y perfeccionamiento de muchos utilísimos productos; comprar y vender mercancías; legislar o mandar. En todo caso, las personas que ejecutan esas actividades, u otras similares, están convencidas de que no sólo sirven para algo, sino de que pueden asimismo dar buena cuenta y razón de ello. Por añadidura, se juzga que todas esas actividades son importantes.

Los filósofos se hallan, en cambio, en una situación un poco embarazosa. Durante muchos siglos estuvieron «asaz» convencidos de que acaso la filosofía no es útil, pero es, en todo caso, beneficiosa y, desde luego, importante. De un tiempo -bastante tiempo ya- a esta parte vienen en preguntarse si, además de no ser, estrictamente hablando, útiles, no serán más bien perniciosos y, por si esto fuera poco, si carecerán de toda importancia. Los repetidos anuncios -por parte de muchos filósofos de que «La filosofía ha muerto» forman parte de esas sus melancólicas lucubraciones. Cierto que, de modo similar al tradicional «El Rey ha muerto. ¡Viva el Rey!», la tan traída y llevada «muerte de la filosofía» ha sido bastantes veces un simple (y acaso un tanto sofístico) modo de anunciar que una filosofía ha muerto y otra la ha reemplazado. Pero aun en estos casos de relativo optimismo los filósofos no han podido eliminar por entero cierta desazón. ¿No será la proclamada muerte de la filosofía la de todas las filosofías, y con ello la muerte, por supuesto profesional, de todos los filósofos?

Las cosas parecen ir por este lado. Los filósofos son bastante menos solicitados de lo que antaño fueron. Son menos solicitados, ni que decir tiene, que los científicos, pero inclusive menos que los teólogos. Puesto que abundan las confesiones religiosas, no hay escasez de teólogos y a éstos se les pide ilustrar a los creyentes, e inclusive a los no creyentes. Se les pide dar su visto bueno (o malo) a cuestiones candentes, que afectan a las vidas privadas y públicas de una abrumadora cantidad de seres humanos: el matrimonio, el divorcio, el aborto, la planificación familiar, la eutanasia, la justicia económica y social, etc., etc. En las últimas décadas sobre todo, los teólogos -o sus sucedáneos- se han venido ocupando crecientemente de dichas cuestiones al punto de hablar más de ellas que de los grandes temas tradicionales, como la existencia y naturaleza de Dios, la creación del mundo, la justificación del mal y otros monumentales, pero hoy al parecer nada urgentes enigmas.

Pero, ¿qué?, dirán los filósofos. Todo eso lo hacemos nosotros, y mejor. Por si fuera poco, además de escrutar y oportunamente resolver problemas sociales, morales y políticos, nos ocupamos de muchas otras cuestiones, como las concernientes a la estructura de las teorías científicas, los fundamentos del psicoanálisis, la semántica de los lenguajes naturales, los pros y los contras de la inteligencia artificial, la función de los textos en el arte y en la historia, el amor, el poder, la «muerte del hombre», etc., etc. ¿Para qué preguntarse (o preguntarnos) para qué servímos?: servimos para todo. Nadie nos puede batir en la variedad y universalidad de intereses.

Lo malo es que los modos como los filósofos suelen tratar estos, y muchísimos otros, problemas, no parece convencer a mucha gente. Para empezar, los filósofos suelen caer víctimas de una de estas dos opuestas tendencias (y a veces ambas): o se pierden en nebulosas especulaciones (para emplear la jerga de Adorno: en abstracciones y reificaciones) o se enzarzan en menudos y detalladísimos análisis que no conducen a ninguna parte, salvo a reconocer que de aquello de que en cada caso se habla hay siempre muchísimo más que hablar. La cuestión «¿Para qué sirven los filósofos?» persiste, y con ella la tentación de concluir que no sirven realmente para nada.

Creo que caben dos respuestas a estas (para los filósofos) desconsoladoras conclusiones.

Una es que si no sirven para nada, no son tampoco, como a veces se los pinta, y ellos mismos en ocasiones gustan de imaginarse, perniciosos. No se puede decir, sin pecar contra la lógica, que uno no sirve para nada y agregar que su actividad es dañina: si uno no sirve para nada, no servirá ni siquiera para algo perjudicial o funesto. En este caso, habrá que celebrar más bien la existencia de esos cándidos que, al revés de tantos otros, son incapaces de hacer trastadas. 0 que si hacen alguna, no será en la medida en que cultiven la inocente actividad llamada «filosofía», sino justamente en la medida en que no lo hagan y, como los demás miembros de su especie, estén supremamente deseosos de poner la zancadilla al prójimo.

La otra es que, si bien se mira, los filósofos sirven para algo, incluyendo la capacidad de enfrentarse con cuestiones perfectamente reales y concretas, cuestiones que interesan a todos los seres humanos y no sólo a quienes ejercen determinadas actividades. ¿No hay, pues, diferencia entre quienes se dedican a la filosofía y quienes se abstienen de ésta?

Sí, hay una que resulta obvia a los, pocos o muchos, que han observado la conducta (intelectual) de los primeros.

Los no filósofos tratan los problemas aludidos como si fueran urgentes y necesitaran solución inmediata. En lo cual la razón les sobra, porque, como Ortega y Gasset dijo tantas veces, «la vida es urgencia y prisa». Los filósofos no lo niegan, pero piensan que no estaría del todo mal introducir de vez en cuando alguna dosis de calma -de donde ha emergido probablemente la tradicional idea de «hacer las cosas con filosofía». En virtud de ello, se han acostumbrado a plantear problemas -a menudo, los mismos problemas que los demás- sin excesiva prisa. Esto lleva a adoptar dos enfoques: uno es el darle a cualquier problema todas las vueltas necesarias para saber en qué consiste, incluyendo el averiguar si es verdaderamente un problema; el otro es proponer no una sola y única solución, sino varias. El efecto es descorazonador para quienes piden soluciones inmediatas, pero puede ser, a la postre, beneficioso, sobre todo porque en no pocos casos las mejores soluciones a problemas que parecen urgentísimos son las que se ingenian a largo plazo.

Santayana lo dijo ya en su inimitable estilo gnómico: «Los filósofos contemplan estrellas que se desplazan lentamente.»