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De nuevo sobre/contra las corridas de toros

Hace ya bastantes años —diecisiete— publiqué en «La Vanguardia» un artículo titulado «Los toros y el microscopio». Quienes me conocen, o conocen mis escritos, pueden imaginar que en dicho artículo me declaraba contra los toros y en favor de los microscopios. «Los toros» no quiere decir, claro, los toros —que merecen el mismo respeto y tienen los mismos derechos que todos los animales—, sino las corridas de toros. «Los microscopios» es una abreviatura para el trabajo y el desarrollo científicos sin los cuales, en la época actual, no puede subsistir decorosamente ninguna comunidad humana.

Hace poco —pocos días— publiqué, en otro diario de amplia circulación, un artículo bajo el título de «La llamada fiesta nacional». En este artículo rechazaba los tres argumentos principales que suelen darse en favor de las corridas de toros —que son «tradicionales», que son espectaculares, y que revelan «una relación especial entre el hombre y el toro». No repetiré aquí mis argumentos, aunque me interesa destacar uno que tocaba muy al final y como al desgaire, pero que estimo importante: suprimir las corridas de toros no significa necesariamente suprimir todo lo que ha tenido relación con estas corridas —por ejemplo, los pasodobles o la poesía de García Lorca—, porque una gran parte de lo que estimamos civilizado es el residuo de ciertas actividades que al principio no lo fueron, o no lo fueron tanto. Uno puede admirar, pongamos por caso, las pinturas rupestres de Altamira o de Lascaux sin tener que comulgar con ninguna o cualesquiera que fuesen las supersticiones o los ritos que las engendraron, o sin tener que estar en favor de la caza, mayor o menor, por estar decididamente en favor de que se les dejen a los animales sus habitáculos naturales.

Es obvio que estoy definitivamente en contra de las corridas de toros y que he hecho todo lo posible para que mi opinión a este respecto conste claramente.

Cabe alegar que ningún argumento contra las corridas de toros es irrefutable y que, por tanto, mis argumentos son a su vez refutables. Bueno, si por «refutable» o «irrefutable» se entiende algo último y definitivo sobre lo cual no hay que volver nunca más, lo admito. En cuestiones como la que toco en este artículo, además, mucho depende de preferencias y repugnancias. Pero las preferencias y las repugnancias no son tampoco completamente gratuitas y arbitrarias. Cada preferencia o repugnancia va unida a otras y todas ellas forman un conjunto que revela la forma de vida de una persona y la «mentalidad» de una sociedad.

Si se me preguntara qué tipo de sociedad prefiero, tendría que referirme no a ningún escrito sesudo mío —y sabe Dios que también soy responsable de algunos de este tipo—, sino a mis narraciones, y específicamente a dos novelas mías: Hecho en Corona y El juego de la verdad. En ellas presento, entre otras cosas, un país imaginario y un montón de cosas que en él suceden. Ahora bien, cuando un novelista, y a mayor abundamiento un filósofo-novelista, ofrece al lector un país imaginario, no es sólo para entretenerlo, sino también porque de algún modo responde a ciertas ideas del autor sobre lo que debería ser un país real si tuviera alguna posibilidad de materializarse. Quiero poner en claro que no entiendo por semejante país un lugar utópico y ucrónico, que no sólo no ha existido, sino que no podrá existir nunca. Un país imaginario que se espera sea real es uno que tiene virtudes y vicios, porque lo más probable es que unas conlleven otros, y viceversa. Lo único que hay que tener en cuenta al respecto es que cuando el autor describe alguno de lo que estima vicios —ideas o actividades que le repugnan— está dispuesto a aceptar sus consecuencias, que en el caso peor pueden ser otros vicios que vengan a sustituir a los rechazados o que, en el caso mejor, pueden ser virtudes.

En mi imaginario país no existen las corridas de toros ni se aceptarían en el caso de que sus habitantes supieran que existen, sean cuales fueren las consecuencias de tal rechazo o de tal inexistencia. Yo creo que las consecuencias no serían nada malas, y hasta que serían muy buenas. Para hablar en términos de mi añejo artículo, lo más probable es que a medida que fueran disminuyendo, hasta terminar por desaparecer totalmente, las corridas de toros, irían progresivamente aumentando los microscopios.

Es decir, la civilización.