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Prólogo a la primera edición

La imposibilidad de una obra no es siempre motivo suficiente para decidirse a no emprenderla con tal que, como Ortega y Gasset certeramente apunta, el autor no se haga con respecto a ella demasiadas ilusiones. Al decidirnos a escribir esa imposibilidad que es un Diccionario de Filosofía, hemos procurado no desviarnos demasiado del lema de todo buen utopista; percatados de la radícal imposibilidad de poner íntegramente en práctica la utopía, hemos procurado que se aproximara lo más posible a la realidad.

Pero si la utopía es ya decididamente imposible, este segundo trabajo utópico consistente en aproximarla lo más posible a la realídad no ofrece, desde luego, menos dificultades. Por una parte, la tarea de reducir a unas breves líneas lo que habitualmente debe ser objeto de dilatadas aclaraciones, obliga a adoptar una concísión esquemática en constante peligro de convertirse, según los casos, en superficíal o en oscura. Por otra, la considerable extensión del vocabulario filosófico hace indispensable una selección rigurosa y un nuevo y no menos indeseable esquematismo. El autor espera que, por lo menos, haya permanecido como residuo de tanta eliminación forzosa o inadvertida, la demostración de su buena voluntad.

Sin embargo, la indicación de las dificultades no pretende eludir la responsabil&idad que implica siempre el hecho de decidirse a hacer algo, prescindiendo de que sea utópico o plenamente factible. No pretendemos, pues, con el despliegue de las imposibilidades radicales, encubrir el incumplimiento de las posibilidades mas patentes, y es cabalmente el lector quien debe juzgar si estas últimas han sido o no realizadas. Nuestro Diccionario se propone sobre todo ser una guía para los interesados en filosofía, estación de tránsito más bien que punto de arranque o término final. Quien así no lo considere no podrá extraer de él lo único que él puede proporcionar, aun con todas sus imperfeicciones. Hemos procurado atenernos siempre a lo que consideramos en filosofía como las más legítimas adquisiciones de la época actual, pero ello no equivale ni mucho menos a prescindir de las inevitables referencias al pasado filosófico, que late en toda su integridad en el presente y cuya riqueza sólo puede negar un juicio precipitado y superficial. En filosofía, más que en ninguna otra cosa, es obligada tradición.

Sólo nos queda expresar el deseo de que cualquier comentario que se haga de obra no se limite a la nota meramente elogiosa o a la critica negativa. Ambas podrían despertar en la natural humanidad del autor la vanidad o la indignación, la alegría o la pesadumbre. Pero en el saber no se trata de provocar reacciones, sino de colaborar cada cual en la medida de sus fuerzas en el perfeccionamiento de una obra, en la consecución de lo que un pensador español ha llamado, con frase acertada y honda, la “obra bien hecha”. El autor acogerá con gusto cuantas indicaciones se le hagan respecto a las incorrecciones, olvidos o inclusiones indebidas, “con tal que -decía Leibniz- el amor a la verdad brille en ellas más bien que la pasión por opiniones ya formadas”.

J. F. M. La Habana, abril de 1941